jueves, 30 de abril de 2009

De vuelta al hogar


La nieve, como un manto inmaculado caía en delicadas volutas y el viento serpenteaba entre los árboles, levantando cortinas de densa niebla purpura.
Caminé entre los árboles olfateando el aire. Me traía recuerdos de otro tiempo. De un pasado remoto cuando todo era más puro y delicadas hebras de inocencia partían en dos el día. Cuando los nuncas no llegaban y los quizás enhebraban la aguja con que coser ilusiones.
Un rumor vegetal se colaba en mi hocico. Mis pisadas, brillando bajo la luz de madre luna marcaban mi camino. Cómo palabras dichas se extendían tras de mí. .
Y allí estaban ellos. Esperando el momento en que regresara. Me acerqué y acaricié sus lomos. Bien pronto, como al hijo pródigo que soy, la manada me rodeó cubriendome de caricias y del calor que tanto tiempo había anhelado.

Después de tanto tiempo. Después de tantos sueños como cristal. Después de alejarme de mí. Volvía a casa y al despertar, un manto de lágrimas cubría mi rostro.
He vuelto, madre. he vuelto, padre. He vuelto hermanas y hermanos. Regreso al hogar.

3:36 AM.

QVMT



Geniales, inconmensurables, los putos amos!!!!!

martes, 28 de abril de 2009

Cuando desperté

Cuando desperté el mundo estaba patas arriba. Ahora era nunca y siempre quizá. Los periódicos se empeñaban en preñarme de miedos envueltos con lazo de cortina de humo y la crisis había remitido dependiendo de quien lo escribía. Tú seguías conmigo y el mar y el cielo eran de color malva.

Cuando desperté esta mañana, antiguos derechos yacían inconscientes bajo la cama y las páginas de la última novela que había leido seguían aleteando en la habitación. Como costras purulentas, las dudas se deshacían en meses ya pasados y brillaba un sol de otoño gris. Los pájaros tendidos a la mañana, percutían en la retina, sobre un cable de la luz. Y los nichos dónde enterré los relojes sonaban languidamente con su dulce tic-tac.

Cuando desperté está mañana ya no dolías y el tipo del espejo no era yo. Me miraba mientras cepillaba mis dientes y su rostro era oscuro y sombrio como una patina de agua perlada. Mis facciones, tan bien conocidas, se asemejaban y todo en mí encajaba de modo tan perfecto, que dudé de la realidad. Cada angulo de cada curva de cada poro de cada piel, se asemejaba a mí pero, el tipo del espejo me guiñó un ojo mientras mascaba entre dientes palabras malsonantes que masticaba como alimento.

lunes, 27 de abril de 2009

Days Like This

En ocasiones, cada vez más frecuentes a medida que recorro el camino que llamo vida, debo admitir que la insoportable carga que supone lo habitual, lo tibio, lo rutinario y monótono cae sobre mi espalda como una losa. Se desploma sobre mí como caído de un cielo lejano e inalcanzable, sobre estas alas cansadas de no despegar y me abruma con sus quehaceres, sus relojes y sus, cada vez más razonables, cuotas de normalidad malentendidas.
Soporto el hastío de esta vida, en ocasiones, yerma y hueca por pura inercia, por un malinterpretado sentimiento de culpa o tal vez de mala conciencia para con quien me rodea. Orada mis momentos más frívolos y se filtra en mi sangre, se licua en ella decantándose en este gastado corazón falto de ambiciones.
Dudo de lo indudable, si es que hay algo que lo sea, niego lo obvio y reniego de lo práctico, de lo correcto, de lo útil.
Lo sé, soy un amoral, también un poco cínico, y este es el precio que debo pagar. Este dolor, que por habitual llamo ya amigo. Este dolor que taladra hasta él ultimo cimiento de lo que construí en mí. De este castillo de naipes que siento como mío. Que me persigue despierto y me tortura en sueños. Que intuyo eterno, pese a que sé que no hay nada eterno (un dios vengativo se ocupo de enseñármelo).
Y así pasan los días, compartiendo vagón y maleta con este viejo camarada que me quema en la boca. Con este astuto enemigo (intimo) que me conozco de memoria, que duele en la memoria, que me invade desde dentro. Este cáncer atroz y cruel, este veneno ambiguo y mortal que inunda mi conciencia. Que embriaga mi soledad...
Pero he de añadir una cosa más. Faltaría a la verdad, a esa verdad tan absoluta como falsa que alzamos como nuestra, si no añadiera que también hay días buenos.
Días en que el dolor es más punzante y recorre cada pedazo de mi cuerpo, de mi alma aun por estrenar y es en esos días, tan baldíos y faltos de calma, que me alegro de dolerme y me emociono de matarme a fuerza de vivir, es precisamente en esos días que cualquiera juzgaría como crueles, cuando soy plenamente consciente de que estoy en pie todavía. Esos días que sé que aun hay cosas poco tibias. Que enfrían como metal y queman como las dudas... esos días son mis favoritos.


Shoot me again,
ain't death yet...

domingo, 26 de abril de 2009

Tiempo

Es curiosa la preocupación humana por el tiempo. Sobre esta roca azul que orbita en este rincón de universo, solo nosotros utilizamos ese extraño concepto. Plantas, animales, no comparten esa obsesión por él. Les es tan ajeno como a nosotros el murmullo de los árboles, el crepitar de las estrellas, o el ritmo mismo del planeta que cohabitamos con ellos.
El tiempo es un concepto humano, demasiado humano me atrevo a decir, de tal manera que vivimos embarcados en una antinatural, e inútil cruzada por medir, cuantificar, optimizar, utilizar, o matar, ese micro espacio que nos empeñamos en etiquetar como nuestra vida. Quizás, sin darnos cuenta que la vida misma no sabe nada de relojes.
El tiempo es un concepto mental, un estado perpetuo de inquietud por lo que paso, y lo que vendrá. Olvidamos que lo que no es presente no existe. Que esos segundos, minutos, horas, días o años que pretendemos poseer son solo, arena que se desliza de nuestras manos. La vida es escapa ante nuestros ojos, tan acostumbrados a no ver más allá de nuestra nariz. La vida huye de todo aquello que no es AHORA.
Algún día aprenderemos que el pasado no es más que un filtro por el que pasamos todos los ahoras vividos. Algún día aprenderemos que el futuro es un ahora por llegar. Aprenderemos que ni el presente nos pertenece. Que lo que llamamos ahora es tan solo un concepto con que etiquetar un instante con la vana idea de elevarnos de nuestros mortales destinos. Tan frágil y liviano como la idea de ese tiempo que nos empeñamos en hacer dueño de nuestra vida.


viernes, 24 de abril de 2009

Sin título. Parte II

Primera parte aquí



Para las ocho y media de la mañana, Mauricio ya había anulado todas las citas del día y telefoneado a la oficina para dar cuenta de que se hallaba enfermo. Mentía. Tras colgar el móvil, que arrojó sobre la cama sin hacer, se sentó en el escritorio y miró a través de la ventana. Fuera el sol pugnaba por desperezarse entre un grupo de pesadas nubes violetas y una brisa agitaba nerviosamente las copas de los árboles que flanqueaban el parking del hotel, donde su Toyota permanecía en el mismo lugar donde lo había dejado la víspera. A pesar de ello todo parecía presagiar un día soleado de primavera y la temperatura seguramente acabaría superando los veinte grados. Barrió con la mirada la habitación y sus ojos, de modo inevitable se posaron en la pequeña bolsa de viaje que permanecía a los pies de la cama Tamborileó nervioso los dedos sobre la veteada madera del escritorio y trató de fijar su atención de nuevo en el exterior. Finalmente, tras varios intentos frustrados por olvidar durante unos segundos la bolsa, se levantó decidido encaminándose a ella. La depositó con cuidado sobre la cama y descorrió la cremallera tal y como hubo hecho horas antes. La ingente cantidad de billetes que contenía a duras penas, se desbordó y un par de fajos anudados con una goma elástica, que no debían sumar menos de seis mil euros cayeron sobre la colcha. Mauricio se apresuró a meterlos de nuevo y se mesó el cabello con un gesto de nervioso. Por inercia echó un rápido vistazo a su alrededor. Por supuesto, no había nadie a parte de él en la estancia pero eso no le tranquilizó. Cerró, no sin dificultad la bolsa y la dejó sobre la cama. Se incorporó, paseo visiblemente azorado por la habitación durante un buen rato y volvió a abrir la bolsa otro par de veces en el transcurso de los siguientes quince minutos. Tiempo en el que también encendió un par de cigarrillos que dejó consumirse casi en su totalidad en el cenicero de cristal y volvió a contemplar la agitada danza entre los olmos de la calle y el viento. Incluso se lavó los dientes frente al espejo del baño para quitarse el mal sabor de boca que el tabaco le había dejado. Todo ese tiempo, la bolsa había permanecido tanto en su cabeza como sobre la gastada colcha. Después, se quedó nuevamente mirando la bolsa en un hito y trató de serenarse. Respiró hondo y volvió a abrir la cremallera. La posibilidad de que la ingente cantidad de dinero que había encontrado por puro azar en el conducto de ventilación se desvaneciera era simplemente ridícula pero, por extraño que pueda parecer, Mauricio estaba convencido de que aquel hecho, sumamente anómalo, era una realidad tangible. Se equivocaba. El día anterior, tras superar la sorpresa inicial, había desparramado el contenido de la bolsa sobre la colcha y había comprobado atónito que la cantidad de dinero de la bolsa sumaba la bonita e infrecuente cantidad de un millón ciento veinticinco mil seiscientos veinte euros. Todos en billetes usados, de diferentes valores y numeraciones y todos separados en fajos anudados con gomas elásticas. De nuevo paseó por la habitación y volvió a preguntarse qué iba a hacer con aquel inesperado regalo de la fortuna.

Media hora después seguía sin decidirse acerca de ello; las dudas se agolpaban en su cabeza como los garbanzos en una olla a presión. Su primera reacción, anterior al conteo del dinero, había sido dar aviso a las autoridades pertinentes o cuanto menos notificar a la recepción el sorprendente hallazgo. Aquel dinero no sólo no le pertenecía sino que podía haber sido fruto de un acto delictivo. Pero bien pronto descartó aquella posibilidad; la cantidad de dinero que había encontrado era suficiente para poder vivir el resto de su vida sin preocupaciones. Suficiente para no compartirlo con nadie. Suficiente para marear a cualquiera. No es que Mauricio no fuera un hombre integro o temeroso. Como a todo hijo de vecino le habían enseñado que encontrar algo no legitimaba que se lo quedara y por supuesto, la posibilidad de que el verdadero dueño de aquella cantidad fuera un ladrón que haría lo que fuera por recuperarlo le asustaba pero, era tanto dinero… se acabaría madrugar, conducir cientos de kilómetros en un viejo utilitario de renting para dar jabón a un montón de clientes a los que no sólo no aguantaba sino que despreciaba profundamente. Se acabaría aguantar las broncas del inepto de su jefe, los balances mensuales, los informes diarios, el andar siempre con un as en la manga para fingir que cedía en los tratos. Podría dedicarse a ver pasar la vida sin preocupaciones de ningún tipo, a viajar. Había tantos lugares a los que deseaba ir: Nueva York, Praga, Florencia, El Cairo, Paris. Iría hasta todos ellos a bordo de un avión en primera clase y se dejaría llevar por todas aquellas rutilantes ciudades en brillantes coches de lujo que no conduciría él. Se alojaría en hoteles de cinco estrellas dónde todo el mundo le haría una reverencia al verle entrar y a los que obsequiaría con billetes que comprarían un trato especial durante su estancia.

Para las nueve y cuarenta minutos, Mauricio lo había decidido: se quedaría el dinero.

Pero debía actuar de modo astuto y con rapidez. Desconocía si el legítimo dueño de la bolsa había caído en la cuenta de su olvido pero no podía perder el tiempo y arriesgarse a que le encontrara allí. Se quitó la ropa, que dejó tirada sobre el suelo y se metió en la ducha. Para cuando salió, ya tenía un plan en su cabeza.

Sacó un par de camisas de su maleta. Envolvió todo el dinero menos un fajo en una de ellas, desparramándolo sin miramientos y anudándola de modo rudimentario pero firme y utilizó la otra para limpiar todo lo bien que pudo sus huellas de la bolsa. Se encaramó a la silla y colocó la bolsa en el interior del tubo de ventilación utilizando la camisa a modo de agarradera. Colocó la rejilla de seguridad tomando todas las precauciones posibles para de no dejar marca alguna en la pared y limpió los lugares donde hubo tocado con sumo cuidado. Después se deshizo de la camisa arrojándola a la papelera del baño y saco toda la ropa del interior de la maleta para alojar el dinero en el fondo. Una vez colocado en su improvisado hatillo, volvió a meter la ropa de modo pulcro y ordenado en la pequeña Samsonite y la ocultó bajo la cama. Cogió el fajo que había dejado fuera y salió al pasillo del hotel.



miércoles, 22 de abril de 2009

14 canciones y 1586 Kilómetros

Bonnie Pink; It's Gonna Rain
Marillion; Lavander
J. Satriani; Always with Me (Always with You)
Def Leppard; Love Bites
X Japan; Tears
S. Vai; For the Love of God
Green day; Wake me up When September Ends
Pat Metheny Group; Travels
Judas Priest; Out in the Cold
The Rolling Stones; Gimme Shelter
Pearl Jam; Jeremiah
Van Morrison; Philosopher Stone
Soundgarden; Black Hole Sun
The Pixies; Here Comes your Man





Hasta la vuelta...

¿Dónde estabas tú en el 92? II

Carol era guapa con ganas. Era rubia y siempre la conocí con el pelo muy corto. Tenía una sonrisa que te emborrachaba cuando la mirabas más de dos segundos seguidos y unos ojos tan verdes que parecía mirarte desde el otro lado del mar dónde había nacido. Yo solía dormir en su cama una o dos veces por semana. Nos conocimos en un café cerca de La Casa Batllò. Yo leía a Borgues y ella debió preguntarse como un melenudo con zapatillas rotas por la suela y aspecto de haber salido de la peor zona de la ciudad tenía semejantes gustos literarios. Nos acostamos aquella misma noche. Me dijo que era américana y que llevaba dos años en Barcelona como ejecutiva de una multinacional yankee y que aquello era cuanto iba a saber de ella. Pasamos el fin de semana en la cama y el lunes, al regresar de su trabajo, me llevó de compras. Me regaló dos pares de camisas, unas Converse y me dio las llaves de su casa.
Ella me presentó a Tico unas tres semanas después. No recuerdo nada de aquella tarde, excepto que era lunes y llovía a mares. Eso y que Carol llevaba un traje chaqueta rojo y durante todo el trayecto hasta el B&J montados en el taxi yo no dejé de mirarle las tetas (los dos estabamos un poco colocados). Entramos en el bar y me vendió como el guitarrista que debían tener en aquella banda. Yo miré a Tico y él me miró y me señaló el escenario. Aquel tipo desgarbado con aros en las orejas y siempre vestido de cuero, al que más tarde llamaría hermano, se limitó a mirar mi camiseta de Maiden y hacer un comentario despectivo sobre ello. Me indicó el escenario y me pidió que tocara algo. No tengo muy claro porque me eligió, destrozé la intro de Hotel California y me quedé atascado en un par de notas del solo de Killer Queen, pero cuando acabé me dijo que se trabajaba de jueves a domingo y la paga eran 12000 pelas por noche. Después me invitó a tequila y me dio la bienvenida a la banda mientras hablaba de él. Era neoyorkino, aunque no podía renunciar a sus antepasados portoriqueños por mucho que lo intentará y llevaba casi 10 años en España. Tres de ellos como orgulloso propietario del bar y el doble como cantante de la Tico Blues Band. Durantes esa semana estuve ensayando con ellos y tocamos el jueves. Haciamos versiones de BB King y Earl Hoocker y parodiabamos a los Blues Brothers vestidos de traje negro. El domingo, al acabar, se acercó a mí y me tendió un disco. Era Astral Weeks de Van Morrison. De regreso al piso de Carol, y tras follar, ella se largó a currar y yo pusé en el disco en el equipo del salón y un nuevo mundo se abrió para mí.

domingo, 19 de abril de 2009

Durmiendo en el fuego

1000 kms de ida y vuelta y nada en que pensar realmente. Nada que cuestionar que tú no hayas derribado ya.
De vuelta a casa, siguiendo el camino de baldosas rojo sangre. De vuelta al hogar caliente y confortable dónde me crié. Barcelona me abre los brazos como hizo hace 16 años. Ahora visto traje y no llevo equipaje y mis alas no dependen de los sueños de otros. Recorro las calles, me miro en los ojos de los demás. Turistas japoneses y suecas en celo deambulan Rambla abajo. Incluso un grupo de peruanos sigue tocando bajo la marquesina del viejo cine "El condor pasa". Al llegar al Liceu giro a la derecha y camino con las manos en los bolsillos. En la esquina de San Pau ya no hay sudamericanos haciendo transas a plena luz y el colmado de tito Josep ha cerrado hace años. Llueve y el sol se refleja bajo un manto de nubes grises en la Barceloneta. Una rubia me mira al pasar y yo sonrio sin ganas. Pensarme aquí me hace sentir bien, excepto por renunciar a tenerte.
Regresó a Plaza Catalunya y el sonido de una sirena acariciando un violín me atrae hasta la boca de metro. Dejo un par de euros en su sombrero y regreso al parking.
De vuelta, la autopista me guiña un ojo con rimmel corrido y el agua se escurre parabrisas abajo mientras suena Coltrane en el CD.

sábado, 18 de abril de 2009

Hasta que llegue la próxima

¡Salta!, dijo el tipo del sombrero gris y me asomé al abismo. pero mucho me temo, el abismo no me vio a mí. Cabizbazco regresé a casa con el rabo entre las piernas y la bala en la recámara.
¡Espera!, bramó el tipo del sombrero blanco, tratando de imponer la cordura. Yo me quedé sentado, lo que tardé en apurar un cigarrillo. Después, di un salto mortal y me incoroporé. No tengo tiempo, dije y me largué de la habitación tibia. La puerta, a mi espalda seguía cerrada.
¡Lucha!, grito el tipo del sombrero verde y yo me quedé mirando como mentía, lo que tardé en recuperar el orgullo. No lo quiero ni ella me quiere, sólo soy un cabrón con carisma y así seguirá siendo. Sólo es que esta vez, ella fue más lista que el resto y me hizo dudar.
Miré a mi alrededor y las tinieblas seguían ahí. Los corderos, el hada de piel de luna y los acordes sin rima siempre lo estarían. Cuerpos y líneas blancas pálidas como el viento de abril. Bocas y lavabos a medianoche. Sonidos, gémidos, sexos, química y alas que utilizar hasta que llegué la próxima. Y de momento una carretera que recorrer sin pensar y un mar con el que reecontrarme. Aquí, todo me recuerda a ella...




Los ojos me dolían de esperar.
Pasaste.
J. Gil de Biedma

viernes, 17 de abril de 2009

Manos dadas, robadas del verbo robar,
iconos de tiempos pasados nos miran.
Mis dedos en tu pelo,
lanzando estrellas fugaces al cielo purpura.
Que no te quiero y tú no me quieres,
de un pasado remoto y lejano,
como hebras de luz nacarada,
irredentas, sumisas hebras de luz nacarada.
Vertiginosos y futiles,
volátiles espejismos,
pirotecnia con que acallar la voz,
De un mar en calma
que se ahoga en tus brazos,
de un oceano de deseos,
acallados con la brisa.

jueves, 16 de abril de 2009

Sin título. Parte I

Mauricio se dejó caer en la cama de la habitación. Exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos. En la negrura que se extendía bajo sus parpados aún permanecía la imagen y las formas de la carretera. Siempre que viajaba le sucedía lo mismo, cómo si se hubiera cosido a su retina, el paisaje que había desfilado al otro lado del cristal delantero durante horas se le aparecía durante un buen rato. Se frotó los ojos con fruición tratando de hacer desparecer aquellas imágenes e incorporándose echó un vistazo al cuarto.

—No está mal para ser un hotel de tres estrellas —se dijo mientras se sacaba los zapatos.

A los pies de la cama su maleta, una pequeña y práctica Samsonite de color hueso, parecía corroborar su apreciación lanzando un débil destello dorado al sol del atardecer.

Se levantó y barrió con la mirada la estancia. Los muebles, un pequeño escritorio con una silla de madera dónde se alineaban varios sobres y hojas con el membrete del hotel y una discreta mesita de noche dónde reposaban el teléfono y una guía de negocios local, aunque viejos, no presentaban marcas ni rasguños y las paredes, dónde colgaban un par de láminas de escasa calidad de dos oleos de Van Gogh, parecían haber sido pintadas recientemente. Un armario empotrado de puertas correderas cuya superficie exterior era un espejo que en el que se reflejaba la habitación se extendía frente a la cama. Los suelos, de tarima en un color pálido y apagado necesitaban urgentemente una remodelación y en cuanto a la cama, había podido juzgar que era cómoda aunque el feo color oscurecido por los numerosos lavados de las mantas no animaba demasiado a meterse en ella. Pero a pesar de ello, el aspecto de la habitación era acogedor y práctico. Nada de lujo superficial pero, bien mirado en peores lugares hubo de haber dormido en otras ocasiones.

—Nada mal por sesenta euros la noche —se animó.

La puerta del baño se hallaba a izquierda de la cama, se acercó moviendo lentamente el cuello para sacudirse la tensión acumulada del día y la empujó levemente. A la luz del fluorescente, que parpadeó unos instantes antes de iluminar la estancia, un espacio limpio y blanquecino se abrió. Descorrió las cortinas plásticas de la ducha y se desnudó dispuesto a sacudirse la tensión dejando que el agua se la llevara cañería abajo.

Cuando quince minutos después salió, aún con el cabello húmedo y vestido sólo por una toalla a la altura de la cintura, se dedicó a sacar la ropa de la maleta y colocarla escrupulosamente ordenada en el armario corredero. Había pasado más de la mitad de su vida en habitaciones de hotel como aquella y siempre, al contemplar el espacio que horas antes otra persona había utilizado, le saltaba las mismas preguntas: ¿Quién había dormido en aquella cama? ¿Quién había utilizado el secador de pelo del baño? ¿Qué manos habían asido el pomo de la puerta? ¿Era un hombre? ¿Había sido una mujer? ¿Alguien de mayor edad? ¿Más joven quizá? Como fantasmas, Mauricio podía imaginar figuras lánguidas recortándose a la luz que se filtraba por la ventana, de seres con quienes había compartido el mismo espacio. Sentándose en la misma cama en la que él se hallaba ahora. Descorriendo las mismas cortinas amarillentas para echar un vistazo ahí fuera y no perderse en la inmensa soledad de uno mismo. Caminando por el mismo frío suelo, recorriendo con la yema de los dedos la superficie rugosa de los muebles, asomando sus rostros anónimos al espejo del cuarto de baño. Huellas que casi podía adivinar de personas ajenas se hallaban impresas por todo el cuarto. Por las paredes, en el mando a distancia de la televisión, en el marcador del teléfono. Escamas de piel que se apretujaban en el lavabo, bacterias acechando el momento de invadir un nuevo hábitat, cabellos, pedazos de uña. Todo un universo caleidoscópico, microscópico y vivo que compartía con unos perfectos desconocidos. Unos se habían ido y él había llegado pero, su presencia se sentía aún como un cálido tacto ambarino en cada fibra del cuarto. Mauricio podía sentirla aún, con tanta intensidad como la luz del sol en su piel. También él se iría en un par de días y tal vez la habitación sería ocupada por otros desconocidos. Y aquella especie de conexión, aquel cordón umbilical lejos de producirle desagrado, le hacía sentirse seguro. Concebía un sentido del espacio y el tiempo correcto y tangible a su existencia.

Se incorporó y se decidió a adelantar algo del trabajo del día siguiente. Su labor como representante de la segunda empresa nacional por volumen de venta de tornillería y soportes de fijación podía parecer sencilla a simple vista: visitar a los clientes una vez cada tres meses, fingir interés en sus negocios, invitarles a comer, a cenar o de putas dependiendo del tipo de persona con quien tuviera que cerrar el trato y anotar después el pedido correspondiente. No en pocas ocasiones había tenido que escuchar de labios de su jefe que su trabajo bien podría representarlo un mono siempre que se vistiera correctamente, conociera el catálogo de productos al dedillo y atendiera una suerte de elementales reglas de cortesía. Pero lo cierto, era que el trabajo de Mauricio, además de obligarle a desplazamientos frecuentes a lo largo de todo el país y a la lógica presión de quien justifica su sueldo con números cada mes, tenía un inconveniente que todo el mundo parecía pasar por alto. Vender soportes fijos era, sencillamente la cosa más aburrida que alguien podía hacer en su vida.

Se sentó frente al escritorio y abrió el portátil que emitió un brillo azulado tiñendo el cuarto de una atmosfera tibia y apagada. Tras 45 minutos, redactando emails, organizando visitas, realizando los preparativos de las visitas del día siguiente en definitiva, dio por zanjado el asunto y echó la cabeza hacia atrás, reposando la espalda en la silla. Al hacerlo, su mirada se topó con la rejilla de salida del aire acondicionado alojada en la falsa viga que se alzaba sobre su cabeza y que emitía una vibración molesta que hasta entonces, enfrascado en su trabajo, había pasado por alto. Se levantó y estiró su cuerpo alzando las palmas de la mano para sentir la corriente fría. Cómo había previsto, el aire no circulaba con fluidez y tan sólo pudo sentir una ligera brisa tibia, y demasiado lejana para refrescar la estancia. Bien pensado, hacía calor en la habitación y le pareció sorprendente no haberse percatado antes de ello. Se encaminó con paso decidido hasta el mando del equipo que se hallaba empotrado en la pared junto a la entrada y trasteó con él unos minutos, sólo para comprobar que el problema no se hallaba allí sino en la misma rejilla de ventilación. Regresó bajo ella y lanzó una inquisitiva mirada. Decidido, acercó la silla a modo de hacerla servir de apoyo y se encaramó sobre ella. Mirando de cerca daba la impresión de que el problema se limitaba a que algo obstaculizaba la salida de aire, haciendo así mismo que fuera la causante de aquella molesta vibración. Lanzó una mirada con más detenimiento: La tapa metálica parecía no estar atornillada sino simplemente alojada mediante presión en la boca de salida y daba la impresión de poder ser sacada sin demasiado esfuerzo. Lanzó un gruñido a modo de demostrar su fastidio y juzgó si debía llamar a recepción para ordenar que repararan la avería o intentar solucionarla él mismo. Bien pensado, si llamaba a recepción podía prepararse a esperar un buen rato por un técnico que se limitaría, en el mejor de los casos, a hacer algo que el mismo podía hacer, demostrando unos modales y cortesía nula. Y ello, contando que el hotel dispusiera de un encargado de mantenimiento disponible 24 horas al día, si no, nadie vendría a echar un vistazo hasta el día siguiente como pronto. Podía por supuesto exigir que le cambiaran a una habitación dónde el aire acondicionado funcionara correctamente pero, eso supondría afrontar una serie de inconvenientes, como obligarle a rehacer las maletas, que no estaba dispuesto a soportar si podía evitarlo. Así que totalmente decidido, colocó las yemas de los dedos bajo la carcasa metálica y tiró con fuerza de ella hacia afuera. Esta salió sin demasiado esfuerzo y Mauricio la depositó en el suelo, dejándola caer con cuidado. Volvió a acercar su cabeza y observó dentro. A simple vista, desprovisto de la rejilla protectora, resultaba evidente que el problema se debía a que un cuerpo extraño alojado en el interior del tubo. Introdujo su mano en el interior del mismo y la extrajo instantes después asiendo una pequeña bolsa de tela que acercó a sus ojos. Sorprendido se la quedó mirando en un hito y no dejó de hacerlo hasta que, de un salto, bajó de la silla. Ya en el suelo, la observó con más detenimiento. Se trataba de una bolsa negra de asas y cerrada con una cremallera y a juzgar por su peso parecía no estar vacía. Pero, ¿quién había dejado eso allí? ¿Algún técnico de mantenimiento había olvidado su bolsa de herramientas? La palpó con cuidado, dentro no se adivinaba ningún objeto metálico. Entonces ¿algún huésped? Pero, ¿por qué la había ocultado en tan elaborado escondite? ¿Qué debía contener para que alguien se tomara tantas molestias? Y si era así, ¿por qué la había dejado olvidada tras dejar la habitación?

miércoles, 15 de abril de 2009

Azul Oscuro

A las nueve de la mañana, el sol brilla en los vasos del bar. Hace menos de una hora que ha subido la verja metálica y aún huelel a desinfectante y lejia. Otra noche en blanco y mi cabeza pesa como si fuera de metal. Enciendo un cigarrillo y miro hacia la ventana. Fuera, el mundo se empeña en girar y yo, suspendido en un eje atemporal me afano en no ser parte de ello. Leo el periódico, sólo para comprobar lo mucho que odio ser humano a veces. En la televisión, un busto maquillado como de domingo apoya mis palabras. Apuro el café y dejo una moneda sobre el mostrador. Una rápida mirada a Sara me hace reconciliarme con la vida. En su escote uno puede olvidar todo lo que es y perderse por unas horas. Ella me sonríe desde el otro lado de la barra y yo le devuelvó el saludo con un gesto de cabeza. Para ti este miercoles, Sarita. Te lo dedico.
Hoy todo es azul, aunque sea azul oscuro.

martes, 14 de abril de 2009



The light in the window is a crack in the sky
A stairway to darkness in the blink of an eye
A levee of tears to learn she'll never be coming back
The man in the dark will bring another attack

lunes, 13 de abril de 2009

El muy hijo de puta no quería morir

El muy hijo de puta no quería morir. Y mira que rodee su cuello con mis manos y le dejé muy claro que no iba a seguir arrastrandome a sus pies. Pero el muy hijo de puta no quería morir y sus lágrimas me conmovieron tanto que tuve que soltarle.
¿Era tal vez que le daba igual estar muerto o vivo? ¿O se afanaba en vivir por un mero intento por seguir? !Ay¡ ¿Qué se yo si era voluntad de vivir o ganas de hacer daño?
Amartillé la Glock y le miré a los ojos pero... no pude. Me quedé con el dedo en el gatillo, sintiendo el pulso en las sienes y maldiciendo la facilidad con que me enamoro. Y es que el muy hijo de puta no quería morir y yo necesitaba matarlo.
Le invité a un coctel al que añadí una generosa dosis de tetrodotóxina. Se lo tendí con una mano generosa mientras esbozaba una sonrisa maquiavélica pero recordé que ya no bebía. El muy hijo de puta no quería morir.
Quizá, pensé, necesito no ser testigo de su muerte. De seguro verle morir entre espantosas convulsiones o con un agujero entre las cejas me frena Así que le envié un ramo de rosas, todas rojas, todas rociadas con letal Sarin, todas con mis mejores deseos. Pero el envío nunca llegó. A cambio en la portada del diario del día después leí que cierto cartero había muerto tras echar espuma por la boca y sufrir un violento ataque. El muy hijo de puta no quería morir.
Le preparé entonces, un divertido souvenir y rellené su coche de dinamita y termita pero aquel día debía tener fiesta en el trabajo y el coche no estalló.
¿Era tan sencillo de ver para todos excepto para mí, que no podía matarlo?
Deprimido y lamentando que debido a la fortuna o a mi poca voluntad iba a seguir viviendo un día más, di un paseo y así, como una estrella nace en el cielo, se me ocurrió una gran idea. Entré en su casa y abrí la puerta del horno, al llegar se tumbaría en el salón, como siempre hacía y tendría una muerte lenta. Mi conciencia estaría tranquila, pues tendría una muerte dulce. Pero, ay, recordé que cocinaba con electricidad. Una factura de la luz alta no le mataría. El muy hijo de puta no quería morir.
Me decidí entonces por una táctica más sutil y menos engorrosa. Contrataría a un par de rusos para que ellos se encargaran. Pero olvidé que en mi ciudad lo único ruso que hay es la esaladilla. El muy hijo de puta no quería morir.
Y resignado me hallaba cuando en estas, un inesperado golpe de suerte me llegó y él solito se mato. Ya decía mi madre que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo aguante




Gracias a Raquel por servirme de inspiración... besos gordos!!!

Inventario de estados

Negando la evidencia ante un reloj cuajado de instantes.
Impavido ante tu sentencia como quien colecciona cicatrizes.
Tembloroso y languido como un mensaje en una botella.
Resabiado y encantado de habernos conocido.
Orgulloso y sumiso como un perro lamiendo sus heridas.
Gélido y tibio como los abrazos de mamá.
Lejos de la absolución.
Irredento e insumiso ante la falta de rubor en tu rostro.
Cerrado en banda a nuevas exploraciones del cosmos inmenso.
Errático y vagando universos de lamentaciones disfrazadas de condescendencia.
Remando contra el viento, con mi vocación de salmón en vena.
Insumiso en el paraiso de los que siempre se saben perdonar.
Negando la evidencia de navegar entre brumas.
Anárquico y volátil como una molécula. Vacío.








Para Mayte, por ya sabe qué...

domingo, 12 de abril de 2009

Extracto I

Nicolás dio los buenos días al nuevo día con un bostezo tal que, daba la impresión de que sus mandíbulas se iban a desencajar. Alzó el cuello hacia el cielo, se estiró por completo, movió la cola a derecha e izquierda, se lamió las patas delanteras, lanzó un lastimero maullido y dando un ágil salto, alcanzó el suelo desde el bidón oxidado que le servía de improvisado catre cada noche.

El solar estaba desierto a aquellas horas. El resto de gatos que compartían aquel espacio, abierto al cielo gris, poblado de malas hierbas y que se difuminaba en mitad del pueblo como una cicatriz de tiempos pasados, no daban señales de vida a esas horas. Se afanaban en cumplir con el horario, estricto y sin fisuras que los humanos, amos, dueños, poseedores de ellos, les imponían con sus quehaceres. Él era un gato callejero. No conocía esa clase de tributo. Un paria felino que dormitaba bajo las estrellas. Tiritaba de frío en invierno y estirado dejaba que la sombra de los arbustos le refrescara en verano.

Por no saber, Nicolás no sabía ni que tenía un nombre. Así pues, desconocía de igual modo quién se lo había puesto. Aunque en honor a la verdad, eso no lo sabía nadie en realidad. Para los humanos, aquel gato grandote, de cabeza ligeramente más pequeña en comparación con el resto del cuerpo, de rayas atigradas, era un simple gato más. Un felino común que un día, sin saber su origen, se presentó en el pueblo y como quien reclama una posesión que siempre ha sido suya, se instaló en aquel solar. Ni respondía a su nombre, ni se esperaba de él que hiciese semejante demostración de conocimiento. Era pues, un gato corriente y moliente. Y es que, de no ser por la peculiaridad de sus ojos, Nicolás, era un gato tan corriente, tan vulgar y semejante a sus congéneres, que nadie caería en cuenta de su existencia, a pesar de ser el único gato callejero del pueblo.

Nicolás vino al mundo, ciertamente, con dos extrañas y poco frecuentes características: Una, que pasaba totalmente desapercibida a los humanos, pero que le hacían merecedor de la atención de sus congéneres de género femenino y al mismo tiempo repudiado por los dueños de las gatitas de pedigrí y otra que tenía un ojo de cada color. Uno, el izquierdo, azul y acuático y otro pardo y mortecino. Cuando esos ojos, esa dicotomía de colores miraban, daba la impresión de que dos mundos convergían en aquella mirada ágil, escrutadora, vivaracha y bastante divertida. Y alguien, quizá el mismo que decidió que Nicolás debía llamarse Nicolás, juzgó aquella curiosidad de la naturaleza como un signo de buen augurio y eso, unido a unos bigotes orgullosos, unos andares altivos, a un rostro vivo y que denotaba un conocimiento impropio en su raza, le hacían frecuentemente merecedor de los cuidados de los humanos.

A Nicolás, los motivos de aquellas muestras de afecto le traían sin cuidado, pero sabía aprovecharlas para su beneficio. Se dejaba querer cuando una mano bajaba a su altura y le acariciaba detrás de las orejas, en la barbilla. Cerraba los ojos, ronroneaba, alzaba el rabo, se frotaba contra las piernas de aquellos bípedos y si las manos que le tocaban le inspiraban suficiente confianza, se tumbaba bocabajo y dejaba que le acariciasen la barriga y el pecho. Lo hacía, porque después de todo aquello, la experiencia le había demostrado que aquellas mismas manos traerían un cuenco con leche, un periódico que envolvía unas raspas de sardinas, o incluso, si tenía mucha suerte, un pedazo de pescado.

Había veces que sin embargo, lo que lograba a cambio era un escobazo o una patada que casi siempre lograba esquivar. Pero puesto en una balanza, a Nicolás le interesaba estar cerca de los humanos.

Se deslizó a través de uno de los numerosos huecos de la valla que delimitaba el solar y descendió por el camino de tierra hasta llegar a la primera calle del pueblo.

El silencio que reinaba le inspiro desconfianza. A esas horas, generalmente, el pueblo no estaba tan vacío y mudo. Balanceando su cabeza de izquierda a derecha, miró con sus ojos de dos colores las ventanas cerradas, las calles desiertas. Se sentó sobre sus patas traseras y se lamió la cola. No había mujeres barriendo ante las puertas de sus casas, ni coches desfilando, lentos y taciturnos por aquellas callejuelas estrechas.

Se deshizo de aquellos pensamientos, que al fin y al cabo no le llevaban a ninguna parte, y como si un resorte hubiese saltado en su interior, dio un respingo y se encamino en dirección al puerto donde debía lograr su desayuno.

Nicolás se dejaba ver allí cada mañana, puntual a la hora en que el bullicio de la lonja comenzaba. Se sentaba en algún lugar donde nadie reparase en su existencia, hasta que salían las cajas llenas a rebosar con sardinas, jureles, merluzas. Entonces, toda una sinfonía de olores y sabores que le embotaban la cabeza estallaba ante él. Seguía a aquellos humanos que transportaban aquellos grandes cajones con pescado a rebosar, y maullando entre un bosque de piernas, imploraba algún resto que llevarse a la boca. Era en aquellos momentos cuando debía tener mayor cuidado, ya que las patadas solían lloverle de todas partes. Pero él, firme y resuelto las esquivaba y continuaba con aquel preparado guión, porque sabía que siempre acababa logrando su objetivo.

Pero aquella mañana, Nicolás no llegó a su destino. Algo, infinitamente más atrayente que todo el pescado que desfilaba ante sus ojos de dos colores en el puerto, más atrayente incluso que un parterre de nébeda se interpuso en su camino. Una suave y cálida vibración que emanaba de algún lugar cercano. Al principio, en el pueblo, le llegó amortiguado por las casas pero ahora, a campo abierto lo sentía plenamente. Una vibración, aterciopelada, intermitente, y que le producía una agradable sensación de bienestar. Se detuvo, se aovilló, lamiéndose las patas y se quedó un rato así. Con los ojos cerrados y una mueca de placer en su rostro. No haciendo nada si no sentir aquella vibración en cada célula de su ser. Tan absorto estaba, que ni se percató que el resto de la población felina del pueblo se había reunido a su alrededor. Todos, igualmente tumbados. Mirando en dirección a algún lugar determinado desde el que procedía aquella oscilación tan placentera.