martes, 28 de febrero de 2012

Aliennation


Los motivos son lo de menos. Quiero decir que carecen de importancia a la hora de contar esta historia. Me limitaré a decir que estuve en coma durante casi un mes. Exactamente, durante tres semanas, seis días, veintidós horas y unos cuarenta y cinco minutos, me hundí por completo en el mundo de Morfeo  y desperté una mañana de febrero en que el sol golpeaba con inusitada fuerza y tozudez la ventana de aquella habitación de hospital. Bien pronto se me diagnosticó amnesia.
Era una sensación extraña ser capaz de recordar como se hacía el nudo de la corbata y sin embargo, no identificar en los rostros de mis compungidos padres a ser querido alguno. O tener la certeza de odiar la gelatina de frutas que formaba parte del menú del hospital cierto día  antes de probarla y no reconocer mis propias facciones en el espejo. Pero lo absolutamente demoledor fue comprobar cómo mi propia esposa, mi mujer, la persona que había elegido tan sólo tres años atrás como compañía para el resto de mi vida era una perfecta desconocida.
Aquella sensación de ir a la deriva, incapaz de hallar un punto de enganche entre lo que ahora era y lo que solía ser yo, me llenaba de un enorme sentimiento de desasosiego. Sentimiento que fue acrecentándose según los días pasaron. Nada de lo que ella decía me resultaba familiar, e incluso, si me apuran, ciertas de las historias con que intentaba hacerme recordar me resultaban tan exasperantes que odiaba verla aparecer por la habitación.
Cuando finalmente me dieron el alta y pude regresar a mi casa, aquello empeoró. Mi hogar, el lugar por el que, según me contaban, había hipotecado mi vida y antes sin duda veía como un refugio, se me antojaba ahora tan ajeno como una danza típica de Laponia o el rito de apareamiento de los pinzones. Resultaba, a todas luces, desesperante añorar una tibia e impersonal habitación de hospital y preferirla a la calidez que  aquel lugar debía haberme ofrecido. Y con respecto a mi esposa, la sensación de estar en compañía de una desconocida creció hasta el punto de no soportar su presencia. Me irritaba aquella manía suya de lavarse los dientes hasta tres veces en ocasiones después de comer. Odiaba profundamente los pequeños suspiros que emitía al levantarse o realizar alguna tarea. Me sacaba de mis casillas la absurda rareza suya de tender la ropa sujetada por la parte superior… en resumen. Odiaba a la mujer con la que debía compartir mi vida y que una vez había elegido para ello con completa libertad. ¿Pueden imaginar algo así?
No fueron pocos los días en que una sensación de desesperanza me invadió por aquel entonces  y traté de buscar en mí, las razones por las que una vez había amado a aquella mujer, para, sumido en un profundo sentimiento de angustia, regresar a la cruda realidad de no ver en ella nada que me gustara. Mis ojos se llenaban de un pozo de angustia cada vez que  me topaba con alguna de las numerosas fotografías que adornaban el salón y en las que identificaba mi rostro junto a ella en un estado que podía catalogar como de felicidad y que ahora me parecía tan lejano e inalcanzable.
A ratos, observaba a las parejas que tenía a mi alrededor y me reconfortaba comprobar que al igual que mi relación, se trataba de dos desconocidos que compartían rutina y vida por inercia o en virtud de un acuerdo tácito de ayuda mutua. Otros, veía verdadero amor en ellos y no ser capaz de sentir aquello por mi mujer me llenaba de dolor. ¿En eso consistía el juego? Mezclar amor y apatía a partes iguales. ¿Soportar en vez de amar? Desde luego, si de eso se trataba, no es lo que quería para mí.
Tras varios meses dando tumbos, resolví acabar con aquella absurda situación y ser honesto con ella: Nuestro matrimonio debía concluir. Era lo más justo para ambos y con algo de suerte, tanto ella como yo podíamos rehacer nuestras vidas. Aún había tiempo.
Invocando el abracadabra de las relaciones; “tenemos-que-hablar” me  dispuse a partirle el corazón. Aún, he de confesar, cierta parte de mí susurró, en aras del pragmatismo más repugnante, que siguiera con aquello. Pero lo rechacé de plano. Sentados en el sofá, sintiendo como agujas clavadas en la nuca las miradas del pasado desde las fotografías y para mi sorpresa, fue ella quien se adelantó y me dejó.
“No te reconozco”, dijo. 



Beware of the alien nation
Beware of the truth that they seek

1 comentario:

  1. Siempe es el otro lado del espejo el que sorprende con el adiós final.

    Un abrazo-te.

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