miércoles, 23 de septiembre de 2009

Me Cago En Dios

Yo me cago en el dios de las minúsculas,
ese que se lleva a quien debería seguir aquí.
Me cago en el dios de los detalles,
que da como respuesta la tibieza
Me cago en eldios del amor.
Yo me cago en el dios de las pequeñas cosas,
por querer mantenernos sumisos.
cuerdos, mansos, y libres de piedad.
Me cago en el dios de los justos,
que dicta que es verdadero,
y me niega el placer de hacer lo incorrecto.
Me cago en el dios que trabaja como puta de la moral.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Lusitania

Nadie sabía por qué aquel anciano lisiado y pelirrojo bajaba cada mañana al mar y se sentaba en la silla plegable que traía consigo. Porque eso era todo cuanto hacía. Se sentaba y miraba al mar durante horas. Sus ojos acuosos y verdes, oteaban el inmenso océano sumidos en una espera tersa. Era entonces su rostro, curtido de arrugas, sembrado de marcas y reflejo de sus muchos años, el semblante mismo de la quietud y la calma. De vez en cuando, una chispa de esperanza brillaba en su mirada y con paso presuroso, arrastraba su desgarbado cuerpo hasta la orilla, ponía su mano a modo de visera y barría el ancho mar regresando instantes después a su postura inicial con un pozo de frustración pintado en sus gastadas facciones. Nadie lo sabía pero tú, afortunado lector podrás desentrañar el velo de su misterio si te remontas 70 años atrás conmigo.

Entre la espuma verdosa que rompía contra las rocas, Connell Sheridan entrevió un brillo ambarino. La mañana estaba húmeda y fría y una densa niebla se recortaba contra las azules montañas del interior. El sonido de los martillos del astillero de Clyde resonaba nítido entre el ulular del viento, trayendo ecos de otros mares. Remangándose los pantalones, el joven se internó en la gélidas aguas en dirección al centelleo que se adivinaba entre el oleaje. Aquella era la mañana que cumplía 14 años y como día especial que era, había decidido tomarse el día libre de su trabajo en el puerto. Con grandes zancadas alcanzó lo que parecía ser una botella con una nota dentro. Tan sorprendido como emocionado por su hallazgo, retiró el tapón y extrajo el pergamino del interior de su envase con un nerviosismo evidente. Caminó con paso lento de regreso a la orilla mientras sus ojos recorrían aquel pedazo de papel y se recreó en la infantil caligrafía que se adivinaba en ella. Con trazos firmes y serenos, alguien desde el otro lado del mundo había lanzado aquellas palabras al mar con la esperanza de que el azar las llevara hasta sus ojos algún día.

“A quien reciba estas líneas. Mi nombre es Mary Lou Parker y deseo encontrar el amor.

He dejado en manos de la fortuna tal labor y para ello envío al mar esta carta que de seguro será leído por el amor de mi vida algún día. No tengo la más mínima duda sobre ello, tú tampoco la tengas. Cuando eso suceda, y si como yo crees que el destino puede obrar prodigios tales como que dos corazones que no se conocen puedan latir al mismo compas, no dudes, en actuar de idéntico modo, pues confía en que el azar traerá tus palabras hasta mí así cómo te ha hecho llegar las mías.

Boston – 20 de octubre de 1910”

Un año y medio había pasado desde que aquellas palabras, arrojadas al mar y dejadas a los caprichos de las corrientes, surcaran el inmenso océano y el destino había querido que fuera él quien las encontrara. Inocentes y tiernas palabras, que hubieran sido tomadas a la ligera por cualquiera que supiera de lo ingrata y cruel que la vida puede ser, pero que fueron sin embargo tenidas como ciertas por el joven Connell y de inmediato se dedicó a escribir la contestación.

“Estimada Mary Lou. He recibido tus líneas. Si como dices en tu carta, el destinatario de ella no es otro que el amor de tu vida, puedes confiar en que así será ya que con tan sólo conocer algo tan simple como el modo en que escribes, ya te amo. Sea el azar o sea el destino quien nos ha hecho encontrarnos, enviaré estas líneas al silente y ancho océano y al igual que tú, sé que llegarán a tus manos.

Connell Sheridan – Glasgow, 13 de enero de 1912”

Y tal y cómo sus palabras anunciaban, el joven Sheridan introdujo la nota en la botella que minutos antes hubo encontrado y la arrojó al mar.

No pasó una sola mañana sin que el joven se acercara al mar en busca de su respuesta pero, durante 5 largos meses, el proceloso océano se negó con vehemencia a traerle lo que con tanta ansia anhelaba. Hasta que un brumoso amanecer de comienzos de verano, un brillo en el agua hizo su corazón palpitar con fuerza. Tal y cómo confiaba, la respuesta de Mary Lou llegó del mismo y extraño modo en que hubo entrado en su vida casi medio año atrás.

“Mi querido Connell, ya te siento tan familiar que permite que me tome la licencia de llamarte así. Tus palabras me han hecho llorar ríos enteros de felicidad. ¡Qué sabio es el mar que ha sabido enlazar la vida de dos corazones solitarios como los nuestros! ¡Qué loable el viento y las mareas que nos han traído al uno a la vida del otro! ¡Qué dulce y lleno de amor el azar que nos ha juntado! Desde que tu carta llegó, no pienso en nada que no sea abrazarme a ti. ¿Piensas tú lo mismo, amor mío?

Te adjunto una fotografía tomada meses atrás para que tus sueños tomen ahora mi forma.

Tuya por siempre, Mary Lou Parker.

Boston – 21 de abril de 1912”

Connell estalló en risas de puro júbilo. ¡El azar, ese caprichoso y díscolo dios se aliaba de su bando! Tomó la fotografía que la carta anunciaba entre sus manos y la auscultó con ansiedad. La imagen, tomada en un algún estudio de fotografía de los que comenzaban a proliferar por todo el mundo, mostraba a la joven más hermosa que el muchacho había visto jamás. De poco más que su edad, Mary Lou posaba con una tímida y complaciente sonrisa enmarcada en su virginal y tibio rostro. Sus ojos, tan llenos de vida que brillaban en un gris ceniciento, miraban a cámara recorriendo en un instante fugaz el océano que los separaba. Vestida de vaporosa organza blanca y sentada de modo recatado en lo que parecía ser un banco, cruzaba sus manos de un modo tan dulce que los ojos del joven Connell se empañaron los ojos. ¡La amaba! Estaba seguro de ello.

Guardó el retrato en el interior de su camisa y se afanó en escribir la contestación a la misiva recibida.

“Amada, Mary Lou. Sólo Dios en su infinita sapiencia sabría describir con palabras la inmensa dicha que sentí al recibir tu carta.

Tus palabras me han conmovido tanto que lloró de júbilo al escribir estas líneas. Tu retrato, desde ahora amuleto y guía de mi destino, llenó mi corazón de un amor tal que ahora sólo late por ti. Te amo es todo cuanto sé y sigo rezando a la diosa fortuna para que estas palabras que escribo desde lo más profundo de mi corazón lleguen a ti lo antes posible.

Siempre tuyo: Connell Sheridan. Glasgow 25 de junio de 1912”

Tres meses tardó el joven Sheridan en reunir el dinero necesario para poder pagarse un retrato en un estudio de fotografía recientemente abierto hacía poco más de un año en Byers Road y la lluvia formaba para entonces parte del paisaje de Glasgow. Atesoró aquel pedazo de papel en el que lucía sus mejores galas a la espera de recibir contestación a su carta y durante ese tiempo, cómo poseído por una fuerza sobrehumana Connell siguió bajando a la playa cada amanecer, aunque para ello hubiera de levantarse con la luna aún en el horizonte. Llegó el invierno y el año nuevo y un ventoso amanecer de mayo, Connell encontró la botella que tanto anhelaba flotando ágilmente sobre las turbias aguas.

“Mi amado. Mi buen amado Connell.

Paso las horas pensando en ti y en el momento en que el destino quiso unir nuestras vidas. No sé nada de ti, ni siquiera la forma que tiene tu rostro y ya te amo tanto que siento voy a enloquecer. Consultó las mareas y ruego que las corrientes, siempre esquivas y traicioneras, lleven mis palabras hasta tu corazón con la premura con que mi corazón palpita. Me asomó al mar, cada mañana y espero tus líneas con tanta impaciencia que moriría sin un día no llegaran hasta mí. Quiero saber de ti, de la ciudad dónde vives, de tus anhelos y aspiraciones. Te imagino una y otra vez y la espera me tortura. Escribe pronto, mi amado Connell Sheridan o temo volverme loca sin noticias de ti.

Siempre tuya; Mary Lou Parker – Boston 14 de diciembre de 1912”

Se afanó el joven entonces en meter el retrato que con tanto mimo guardaba y firmó una carta tan llena de amor y pasión que el mismísimo Cupido palidecería de envidia.

“Amada Mary Lou.

También a mí, la espera se me hace eterna. Los días sin saber de ti son tan vacíos y yermos que muero por dentro. Cada mañana oteo el antiguo mar esperando tu carta.

No sabría que contar de mi vida si mi vida ya eres toda tú por entera. ¿Qué prodigios no quisiera yo contar sobre mi existencia? Pero, me temo que mi vida es tan sencilla y espartana que enrojezco al pensarla y la juzgo nada digna de una dama como tú. Prometo desde hoy, ante el todopoderoso mar que ahorraré hasta el último penique para ir donde tú estás lo antes posible y ofrecerte un futuro digno de tu altura. Tú tan sólo espera ese día en que nos encontraremos. ¡Que la muerte me lleve si miento!

No sé por qué suerte de castigo, quiso un dios vengativo alejar nuestros destino poniendo un inmenso océano por medio pero, nos veremos, Mary Lou.

Por siempre tu enamorado; Connell Sheridan – Glasgow 30 de mayo de 1913”

Cómo comunicaba en la carta, el joven Sheridan se esforzó por lograr sus objetivos y prosperar. No hubo trabajador del astillero de Clyde más denodado y entregado a su trabajo que él y en vísperas de las navidades de aquel año, ascendió, pasando a recibir una cifra semanal que si bien aún era exigua, le insuflaba ánimos para afrontar aquel reto y le llenaba de esperanzas. Sus ahorros crecieron a fuerza de escatimar en tanto que su salud se resentía, ya que raro era el día en que comía dos veces. Pero Connell persistía en su empeño con tanto ahínco que sacaba fuerzas de flaqueza.

El año pasó sin noticias de Mary Lou hasta que una mañana lluviosa, en que los vientos ululaban con fuerza y barrían las olas la pequeña playa, la botella regresó y con ella, las palabras de su amada.

“Mi amado. Mi dulce y amado Connell. Tan sólo tu retrato me hace tener fuerzas para seguir adelante. La espera es eterna y el mar tan caprichoso que me volveré loca si los vientos no soplan con tanta presteza como deseo y llevan estas palabras ante tus ojos lo antes posible.

Te esperaré por siempre, no dudes de ello. Ni de que tu amor es suficiente para una dama nacida en cualquier cuna. ¡Para si quisieran la zarina de Rusia y la reina de cualquier país de este u otro mundo tener una amor como el que nosotros nos tenemos! ¿Para qué habría de querer yo riquezas si no es contigo a mi lado?

No dejo de pensar en el día en que por fin nos veamos y juntemos nuestras manos. Rezo para que sea pronto y mientras, me sentaré frente al mar y esperaré que este me traiga noticias de ti.

Amor por siempre; Mary Lou Parker, Boston 11 de agosto de 1913”

Cómo derramó lágrimas el joven Sheridan al leer aquel texto y bendijo a los cielos por encontrar a su amada. Lloró y el llanto enturbiaba las palabras que con torpe caligrafía planeaban en el ajado papel como palomas al vuelo.

“Mi inmensamente amada Mary Lou.

Nada me puede hacer más feliz que saber que tú me esperaras. No hay oro ni riqueza alguna con que se podría comprar la dicha que al leerte siento.

Sigo ahorrando para ir a tu encuentro. Y si el buen dios así lo quiere, no ha de pasar más de un año antes de que eso suceda. Tú sigue oteando el mar inmenso y bravío en espera de mis líneas. Yo seguiré esperando el día en que podamos besarnos.

Por siempre; Connell Sheridan – Glasgow 7 de enero de 1914”

Los meses pasaban veloces ante los ojos de Connell, quien con nuevos bríos, que las palabras de su amada le insuflaron, seguía ahorrando cada penique y libra para ir a su encuentro, trabajando de sol a sol y entregado a su sueño con ánimo febril, mientras el mundo enloquecía y se preparaba para tiempos más belicosos.

El 28 de junio de aquel mismo año, el archiduque de Austria, Francisco Fernando y su esposa fueron asesinados en Sarajevo por un activista serbio y la primera guerra mundial estalló. A resultas, Connell Sheridan fue llamado a filas y se le envió a la costa norte de Francia.

Aovillado en la gris y fría trinchera, mientras los obuses alemanes caían a su alrededor, cuantas veces susurró al viento el nombre de su amada, esperando que sus palabras fueran llevadas hasta el otro lado del mundo y fueran escuchadas por ella. Cuantas noches, mientras el cielo nocturno se teñía de rojas y vivas deflagraciones recorrieron sus dedos el retrato de ella y derramó ríos enteros de lágrimas. Y así pasó el verano y el otoño, e incluso las navidades en las que las tropas representaron un teatral y cínico alto el fuego durante la nochebuena de aquel 1914. Embarrado, lleno de suciedad y rodeado del olor de la muerte, en aquellas trincheras que no eran sino ataúdes para jóvenes como él, Connell Sheridan tan sólo pensaba en ver a su amada. Aquello le mantuvo con vida y sobrevivió tan sólo por el afán de encontrarse algún día con Mary Lou. Sí. Ver a Mary Lou era lo único que le alimentaba a esquivar a la parca una y otra vez. La muerte, la cruel y despiadada muerte que con tanta soltura se manejaba en aquellos días por la faz de la tierra. En un frente, plagado de cadáveres andantes con que alimentar la maquinaria de la codicia humana.

Sobrevivió, sí pero como todo, pagando un alto precio. Un proyectil alemán estalló a pocos metros de él una noche de marzo y el joven Sheridan sufrió graves heridas en su pierna izquierda. Tan graves que a punto estuvo de perderla. A resultas de ello, fue licenciado y enviado de regreso a Glasgow tras pasar un mes en un hospital de campaña. Mutilado de por vida, con una pierna tan inútil como los objetivos de aquella triste guerra, Connell Sheridan regresó a su Escocia natal condenado a arrastrar una pierna que de nada habría de servirle ya de por vida pero, vivo para regresar a la playa dónde reencontrarse con su amor. Pero no hubo ninguna botella ni mensaje más. Los meses que siguieron, Connell siguió bajando hasta el mar en busca de noticias de ella pero estas nunca llegaron.

El 1 de mayo de aquel 1915, Mary Lou Parker tras no tener noticias de él durante casi un año, embarco en el buque Lusitania. 7 días después, y a punto de arribar a las costas de Gran Bretaña, el navío fue torpedeado por un submarino alemán frente a las costas de Irlanda. Dos explosiones que impactaron en el casco de la nave más una tercera y más violenta deflagración en el compartimento en el que el navío transportaba explosivos, hicieron que el enorme buque, uno de los más grandes de la época, se hundirá en menos de 20 minutos. 785 pasajeros y 413 tripulantes perdieron la vida aquel día, más de 200 de ellos de nacionalidad estadounidense. En la edición extra del New York Times del día siguiente, una foto del imponente buque con sus 4 inmensas chimeneas escupiendo humo adornó la tragedia e inundó de dolor las calles de todo el país. Las muestras de repulsa ante el ataque hicieron que la opinión americana, anteriormente contraria a la intervención de su país en el conflicto europeo cambiara radicalmente y meses después Washington declaró la guerra a Alemania. Pero todo esto forma parte de la historia y puede ser consultado en páginas más adecuadas, lo que ahora, tú estimado lector ya sabes, es que aquel trágico suceso marcó la vida de Connel Sheridan quien, durante casi 75 años, cada mañana, siguió bajando a la ensenada del río Clyde esperando tener noticias de su amada hasta su muerte en la primavera de 1982.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Habanera



En el verano de 1976 yo tenía 11 años. Mis padres poseían un pequeño restaurante a pie de playa en un pequeño pueblo del levante español y cada verano, como hermano mayor que era de una familia de clase media en la España prodemocrática, me correspondía el honor de ayudar en la cocina o sirviendo platos. Ese era el modo de pagar por el nulo afán por los estudios que tenía por entonces y de igual modo, servía a mis pacientes padres en las labores del negocio familiar como expiación de mis numerosas y variadas trastadas. Mi infancia transcurrió pues entre fogones y platos de paella, entre mesas con vistas al mar bajo un toldo desgastado cortesía de una marca de helados y el sopor de las tardes de estío. No fueron pocas las ocasiones en que en aquella época maldije mi mala suerte y hubiera deseado que mi padre, cocinero excepcional, he de añadir, hubiera dedicado su talento a otras labores. Pero estaba claro que mi padre no podía haberse consagrado a oficio ninguno en el que mejor encajara que aquel. Su prodigio para la cocina era ciertamente extraordinario y en verano, los turistas se apelotonaban literalmente ante las puertas de nuestro local y hacían cola por probar su paella o calderada de pescado. No heredé yo ni su talento ni el gusto por los fogones, con lo que las tardes pasadas en aquel pequeño local, trayendo platos de las mesas a la cocina y viceversa o ayudando a mi madre a colocar los manteles de papel sobre las mesas de plástico para el siguiente turno de comidas, me parecía un castigo en toda regla similar al que un preso puede sufrir en cualquier cárcel de máxima seguridad. Aquella labor, o condena si así se prefiere llamar, me llevaba buena parte de la tarde y de la noche y si bien siempre conseguía sacar el tiempo necesario para jugar con mis amigos en la playa o para echar una partida en los futbolines del pueblo, lo cierto es que la llegada de las vacaciones estivales representaban para mí todo menos la posibilidad de tener tiempo para mí y este era invertido casi en su totalidad en el negocio familar. Pero no todo era trabajo.
Bien entrada la noche y cuando el velador comenzaba a despejarse de los últimos comensales, mi padre se sacaba el delantal que con profesionalidad espartana adornaba su uniforme y se sentaba junto al resto de la familia alrededor de una mesa. A la sobremesa que se alargaba frecuentemente hasta altas horas de la noche, acudían amigos de la familia y gente del barrio, pescadores casi en su totalidad, con los que compartíamos plato y copa y la animada charla y el vino se derramaban quebrando la quietud mortecina que afloraba de las farolas del pueblo. Cuando los platos eran retirados de la mesa, las voces de aquellos viejos marinos y navegantes inundaban entonces el velador entonando habaneras que hablaban de tiempos pasados y mi padre descolgaba una vieja guitarra que yacía languida en las paredes del local y acompañaba con los acordes que brotaban de sus manos huesudas aquellas tristes canciones. Yo, luchando contra el sueño que amenazaba con derrotarme, me apoyaba en el respaldo de la silla y con los ojos entornados escuchaba ensimismado aquellas cantilenas que hablaban de amores y mares lejanos y de tierras más allá del horizonte del mar. No fueron pocas las ocasiones en que me sorprendí a mí mismo con el llanto a punto de aflorar y haciendo míos aquellos versos pretéritos. Era en aquellos momentos cuando yo más cerca me sentía de mi padre. Le miraba con un pozo de orgullo en mi pecho y quería que aquel momento no acabara nunca.

Te Haré Famoso

Este verano, en un bar junto al puerto de un pueblo de levante, una amiga me presentó a un tipo peculiar. Era sabado tarde y los turistas regresaban de la playa mientras las farolas comenzaban a parpadear en su sueño nocturno. El calor sofocante y el olor a salitre se mezclaban con el perfume barato y de los puestos de comida callejeros.
-Este es el famoso lobo del blog que te dije sentenció mi amiga.
Él, gafas de pasta, camiseta ajustada y pelo rapado al cero me miró un instante curioso antes de hablar.
-Nena, es más mono de lo que me habías dicho.
Yo me hubiera sonrojado sino fuera porque ya ni me acuerdo como se hace pero, sí que solté alguna risita nerviosa. Me contó que solía entrar en el blog y le gustaban algunas cosas que leía. No se permitió darme ningún consejo (gracias) y me pidió, en un alarde de mariconeo me pidió que hablará de él aquí.
Hasta la hora de la cena nos sirvió varias copas, unas cuantas anecdotas vergonzosas que tenían como protagonista a heteros con muchas dudas y hablamos de Murakami y Tim Burton.
Adoro a los gays que no se cortan en demostra lo muy gays que son. En general, adoro a la gente que no se corta en demostrar lo que es, pero este tipo, además, tenía un aura d ebuena persona que me emocionó tanto que, al salir del local, con mi amiga bajo el brazo gracias a sus copas, le guñé un ojo y añadí.
-Te haré famoso.

martes, 15 de septiembre de 2009

El Contrato

Carlos no era lo que se dice precisamente feliz. De hecho, últimamente parecía que el universo entero conspiraba para impedir que lo fuera. Su mujer, después de 12 años de matrimonio, le había abandonado por un tipo 10 años menor y la crisis (la de los años impares esta vez) se había llevado por delante su trabajo tan sólo un año antes. Las deudas que iba contrayendo eran cada vez mayores y las facturas impagadas se acumulaban en una montaña que amenazaba con sumirle en una profunda depresión. Se podía decir, sin temor a equivocarse, que la vida de Carlos distaba mucho de lograr ser feliz.

Ateo por convencimiento, incluso había recurrido a la oración como medida desesperada pero, ya se sabe que dios no suele tener un talante bondadoso y comprensivo para los que un día le negaron. ¿Nunca os habéis preguntado por qué la venganza no es uno de los pecados capitales? Pero, he aquí que por una de esas casualidades del destino, si el buen dios decidió hacer oídos sordos a las palabras de aquel pobre desdichado, el eterno antagonista del padre celestial, si debía haber sintonizado la frecuencia de las suplicas de Carlos y decidió atender sus ruegos.

Y así, el diablo se presentó en casa de nuestro protagonista disfrazado de vendedor de seguros. ¿Alguien se atreve a decir que al igual que dios, el diablo no tiene sentido del humor?

−Yo –le dijo impostando la voz desde el otro lado de la puerta−, he escuchado tus palabras y quiero ayudarte. A cambio de un precio tan exiguo estos días como es tu alma, te ofrezco riquezas sin fin para acabar con tu situación. El trato es sencillo, un año. Disfrutaras un año entero de una vida tan llena de placeres que ni siquiera puedes soñar y después, trascurrido ese plazo. Tu alma será mía. ¿Qué me dices? ¿No te parece acaso un trato justo?

Cómo cualquiera que tuviera que negociar con el mismísimo príncipe de los Avernos, Carlos receló del trato y se hizo de rogar. Pero el diablo, que sabe más por viejo que por su propia condición, supo sacar el as de la manga que Carlos esperaba.

−¿He mencionado que tu mujer está incluida en la oferta? Así es. Volverá a tus brazos si así lo deseas. Aunque, si lo prefieres, puedo conseguirte cualquier otra mujer que desees.

En cualquier balanza, aquel trato hubiera resultado desequilibrantemente poco recomendable. 365 días de felicidad, contra una eternidad de tormento y castigo no parecía el negocio del siglo. Pero bien pensado, cualquier cosa era preferible a la situación actual. Así que nuestro protagonista acepto.

−¿He de firmarte en un pergamino con mi sangre? –dijo con voz trémula Carlos.

−¡Oh, no! –exclamó el diablo ahogando una risa−. Tenemos un contrato verbal vinculante. Eso es más que suficiente.

Y diciendo eso dio media vuelta y se alejó escaleras abajo, dejando al pobre Carlos sumido en la duda de si lo que acababa de suceder era real.

Pero resultó serlo ya que a la mañana siguiente de aquel extraño encuentro, y de modo misterioso, una cantidad tal de dinero que no podía ser repetida sin sonrojarse por este humilde narrador fue ingresada en su cuenta. El otrora pobre y arruinado Carlos, se convirtió en un millonario de la noche a la mañana y cambió la cola del paro por los hoteles de cinco estrellas y los coches deportivos. Por si eso fuera poco, tal y cómo el diablo, y cualquiera con dos dedos de frente, hubiera predicho, su mujer volvió tan sólo horas después, maldiciendo la hora en que se había alejado de él y jurando que lo quería más que a nada en el mundo. Y así, Carlos tuvo cuanto podía desear.

Los meses pasaron, concretamente 3 y la vida, en apariencia colmada de placeres y riquezas que tan bien pintaba al comenzar, se convirtió en un infierno. Su mujer, celosa hasta la nausea de que su marido pudiera conocer otra mujer que le arrebatara la inmensa fortuna de la que ahora disponía, se pegó a él tanto que era difícil diferenciar donde comenzaba uno y terminaba la otra. Pronto, los ataques de celos, las escenas y las peleas fueron el pan de cada día y la amenaza de recurrir a un abogado que consiguiera para ella y sus hijos la fortuna de la pareja, planeaba sobre sus cabezas impidiendo cualquier conato de rebelión por parte de él.

Si su hogar no era precisamente un remanso de paz, el despacho de su nueva empresa, creada por recomendación de sus asesores fiscales para justificar sus recién adquiridas posesiones, no era mejor. Le llovían ideas para futuras inversiones, cada cual más fantástica y peregrina que la anterior. Las reuniones, las comidas de negocios, los acuerdos financieros, todo ello se convirtió en su rutina. Y mantener su fortuna se convirtió en un verdadero quebradero de cabeza ya que una nueva crisis (la de los años pares esta vez) amenazaba con llevarlo nuevamente a la ruina.

En definitiva, la vida de nuestro protagonista había pasado del fuego a las brasas y por mucho que de todas partes le llovían parientes y amigos que él no recordaba, le sobraban diez dedos para contar sus verdaderos amigos o aquellos en quien podía confiar. Era pues un hombre inmensamente pobre. Mucho más pobre que antes de firmar su trato.

El cuarto mes, el pobre Carlos no podía aguantar más la situación y decidió hablar con el diablo para que este le eximiera de las obligaciones contraídas. Tras visitar una cuantas tiendas de esoterismo, por fin dio en un antiguo libro con el modo de contactar con el maligno y allí que se fue dispuesto a reclamar la rescisión del contrato.

−Tienes que anular nuestro pacto –dijo nada más el diablo se le apareció.

−Aún te quedan 6 meses de contrato –exclamó su malignidad lanzando una ojeada a su reloj de bolsillo.

−No me importa. Quiero rescindirlo.

−¿Que quieres qué? −bramó el diablo riendo con grandes aspavientos−. ¿Acaso no te he proporcionado cuanto deseabas? ¿No tienes las riquezas que anhelabas y tu mujer ha vuelto a ti tal y cómo querías?

−Sí pero eso no me hace feliz.

−La felicidad no estaba en nuestro acuerdo. Tienes lo que querías. Ahora cumple tu parte y vuelve dentro de 6 meses.

−El contrato no era válido. No lo firmé con mi sangre. Me he informado. No es válido –sentenció Carlos que estaba dispuesto a jugar fuerte−. No puedes obligarme a nada, coge tu dinero y a mi mujer. Te los devuelvo.

El anillo de boda cayó ante los pies del diablo que lo miró un instante antes de hablar.

−Nuestro acuerdo fue verbal y es por lo tanto vinculante. ¿En qué mundo vives? ¿No has trabajado nunca con una operadora de telefonía móvil? ¿Quién crees que le sugirió que actuaran así si no yo mismo? Recoge tu anillo y márchate de aquí. Aún quedan 6 meses para que venza el plazo. Te sugiero que trates de disfrutarlos.

Ante la mención a los acólitos del maligno en la tierra, Carlos supo que estaba todo perdido. Recogió el anillo y se alejó cabizbajo y pensativo. No sin antes gritar al maligno:

−¡Tendrás noticias de mis abogados!

Y eso fue, exactamente, lo que Carlos hizo. Durante las semanas que siguieron a aquel encuentro, consultó a los más reputados abogados en busca de alguna solución o triquiñuela que le ayudara. Pero, de nada sirvieron la inguente cantidad de dinero que Carlos dilapidó cubriendo las astronómicas cifras que aquellos picapleitos requerían por su trabajo. Aparentemente, en la historia de la abogacía, no había ningún precedente de que el maligno hubiera perdido un solo caso ante un tribunal, por lo que se eliminó aquella posibilidad. A todas luces, el contrato verbal vinculaba a Carlos a cumplir con su palabra; y no había ningún truco o subterfugio legal al que aferrarse.

Sabedor de que su única posibilidad era perder la vida antes de cumplir el plazo que esgrimía el pacto, lo cual le ahorraría el infierno que ahora padecía y el que vendría una vez concluido el vencimiento del pacto, decidió quitarse la vida. Para ello, saltó del viaducto un viernes en hora punta pero, sólo consiguió romperse las dos piernas además de varias fracturas en costillas y brazos. Aparentemente, tal y cómo los galenos del hospital sentenciaron, había sido un milagro. Por supuesto no había nada más lejos de aquello que la intervención divina, sino que más bien, tal y cómo Carlos suponía, había que mirar hacia abajo para encontrar al hacedor de aquel prodigio. Sea como fuera, los repetidos intentos de Carlos por acabar con su vida, que incluyeron dos envenenamientos, un ahorcamiento y un intento fallido de morir asfixiado en un horno eléctrico (de eso no se puede culpar al diablo), resultaron baldíos. Estaba claro que Satán no pensaba dejar que el contrayente del trato eludiera las obligaciones contraídas yéndose al otro barrio.

Desesperado, requirió la ayuda de teólogos de todo el mundo pero, desde que la iglesia católica había suprimido de su credo la idea del infierno como lugar físico y por lo tanto la figura del diablo había pasado a ser un mero recuerdo de tiempos menos científicos, el clero andaba un tanto torpe en los asuntos del maligno y tampoco estos supieron ofrecerle otro consuelo que no fuera la oración y la entrega de sus posesiones a modo de expiar su ignominioso pecado. En otras palabras, Carlos no tenía otra posibilidad que cumplir su palabra. ¿O no?

Tal y como los asuntos fundamentales se ven resueltos de un plumazo por una solución aparecida de improviso, Carlos vio claro sin aviso alguna el modo en que habría de librarse del contrato con el diablo. El tratado especificaba que durante el plazo de un año su alma pertenecería a él y sólo a él; esa era pues la solución.

Meses después, la crisis de los años pares dejó a nuestro infeliz protagonista sin un céntimo. Su mujer, obviamente, volvió a abandonarle y Carlos regresó a la vida miserable pero en cierto modo feliz que antes poseía. Pero el reloj siguió avanzando y a las 12 en punto de la madrugada del día fijado, el diablo se presentó en la casa de nuestro protagonista, dispuesto a reclamar la parte del trato que le correspondía.

−¿Has disfrutado de este año? –preguntó burlón cuando se le abrió la puerta.

Carlos no respondió y se limitó a indicarle que le siguiera al interior de la vivienda.

Dentro de la estancia, Carlos le invitó a una copa a la que el diablo acepto no sin dar una pequeña puntilla a su anfitrión.

−Nos podemos tomar las copas que tú desees –dijo mientras saboreaba un exquisito brandy−, pero sabes qué día es y a qué he venido. Tu alma. Me corresponde.

−Me temo –explicó con serenidad Carlos−, que eso no es posible. Mi alma no me pertenece ya. Por lo que no puedo dártela tal y cómo convenimos.

−¿De qué estás hablando? –bramó con furia el diablo−. No juegues conmigo.

−No juego –explicó Carlos mientras le tendía un papel−Aquí lo dice bien claro, lee.

Satanás leyó el pliego que se le tendía y tras hacerlo, estalló en llamas.

−¡Esto no es legal¡ No puedes hipotecar tu alma. ¡Ya era mía antes de todo eso! −gritó con furia el maligno.

−Me temo que eso tendrás que discutirlo con el banco. Cómo puedes ver, son ellos los poseedores legales de ella. No yo.

Y diciendo eso, invitó a su interlocutor a dejar su casa.

Por supuesto, el diablo litigó contra el banco pero, nada pudo hacer. El banco era, en efecto, el dueño del alma de Carlos y así lo confirmaron las diferentes sentencias posteriores. Hipotecada por un plazo no menor a la eternidad y con un interés del 1,5 por ciento.

En cuanto a nuestro protagonista, si bien carecer de alma le hacía sentirse un tanto raro, su carácter ateo le previno de cualquier depresión mística o de carácter religioso y vivió muchos años más, aunque en la mayor de las miserias.

Y es que. En cuestión de pactos, nadie como los bancos para negociar con el diablo.

lunes, 14 de septiembre de 2009

How Can I Blame You...





¿Cómo podía saber él,
que la luz de ese nuevo amanecer,
cambiaría su vida para siempre?
Salió al mar,
pero perdió el rumbo,
atraido por la luz de tesoros de oro.
¿Era él quien causaba dolor,
con sus sueños perdidos?
Con miedo, siempre con miedo,
de lo que siente.

Sólo pudo irse,
navegando hacia adelante,
seguirá adelante.

¿Cómo puedo estar perdido,
si no tengo adonde ir?
Busco mares de oro,
¿Cómo se volvió tan frío todo?
Revivo en el recuerdo.
¿Y cómo puedo culparte,
si es a mí a quién no puedo perdonar?

Estos días, a la deriva dentro de la niebla,
espesa y sofocante,
Aferrado a su vida que se desmorona.
Fuera está el infierno.
Dentro, lo que le envenena.
Encallado, cómo su vida.
El agua es poco profunda,
se desliza rápido, debajo del barco.
Desvaneciendose en sombras.

Ahora sólo un naúfrago.
Todos se han ido.
Se han marchado.

¿Cómo puedo estar perdido,
si no tengo adonde ir?
Busco mares de oro,
¿Cómo se volvió tan frío todo?
Revivo en el recuerdo.
¿Y cómo puedo culparte,
si es a mí a quién no puedo perdonar?

Perdóname,
no lo hagas.
Pérdoname,
no lo hagas.
Perdóname,
no lo hagas.
Perdóname,
¿por qué no puedo perdonarme?

Salió al mar,
pero perdió el rumbo.
¿Cómo podía saber que la luz de aquel nuevo amanecer,
cambiaría su vida para siempre?

¿Cómo puedo estar perdido,
si no tengo adonde ir?
Busco mares de oro,
¿Cómo se volvió tan frío todo?
Revivo en el recuerdo.
¿Y cómo puedo culparte,
si es a mí a quién no puedo perdonar?

James Hetfield

Esta canción es justo de cómo me siento ultimamente.










domingo, 13 de septiembre de 2009

En Medio De Ninguna Parte

En Mediodeningunaparte la población es uno. Soy yo.
Sentado en el bordillo de la calle Mayor, enciendo un cigarrillo y miró a mi alrededor. De aquí para allá, como rutilantes cometas, chicas embutidas en corsés negros y rojos desfilaban a velocidad de vertigo en brillantes y agiles descapotables. Reían y bebían vino en vasos hechos con sobras de otras y yo me dejaba querer a medias sin perder del todo de vista a ella. Daba lo mismo cuanto se prodigaran sus caricias, en asepticas habitaciones de hotel. Siempre estaba ella como molde y medida de todo.
Me lancé en picado un par de mese adelante y el panorama seguía siendo más o menos el mismo. No contento con semejante trabajo de masoquismo, al regresar a ahora, escribí unas lineas que nunca envié, por milesima ocasión y maldije el día en que nos cruzamos, siendo un poco cínico y sabiendo, de sobra, que no es así.


viernes, 11 de septiembre de 2009

Viernes, Maldito Viernes (apuntes)

Hace poco alguien me dijo que no había pasado buena semana. Cierto, no la he pasado. Ni tampoco un buen mes... Demasiados intentos de despegar frustrados, demasiados intentos de volver a tierra. Demasiado todo.
No me arrepiento de nada pero hay cosas que me superan. Hay veces que la intensidad me puede y me ahogo en mis propios deseos. Sé que sé amar pero a veces se me olvida lo poco que me gusta que me quieran y me comporto entonces como un crio que se tumba con una pataleta para que llamar la atención. Otras saltan las alarmas en mi cabeza y me escondo de todo y de todos para que me dejen en paz.
A veces quiero llorar, a veces quiero reir, a veces quiero morir, a veces quiero matar. Esa es la canción de mi vida. La vida que sigue, como sigue pasando el tiempo y a veces, la tentación de volver atrás un año es tan fuerte.
Hay un montruo en mí que se apodera cada vez más de lo que soy y a veces no sé como acallarle y me invadé una colera atroz. Otras se queda callado y se relame de placer con sólo imaginar el día de mañana.
Menos mal que es viernes, mi catarro de medio-día me da una tregua y he quedado en Shibuya...
Buen fin de semana.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Daba igual cuantas veces le hubiera dicho que no. No tenía la más mínima importancia que siempre

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Cosas A Aprender

Morderme la lengua.
No hablar más de la cuenta.
Mentir más o al menos no decir toda la verdad.
Callar sin otorgar.
No pillarme los dedos con los deseos.
Minimizar las necesidades o en su defecto convertirlas en simples querencias.
Pensar antes de decir.
Nadar con ropa.
Aportar soluciones inutiles a problemas inverosímiles.
Pero sobre todo, no decir ni amén después de "cerrar el trato".




"Admitir que eres un gilipollas es el primer paso"


Blog Hermano

El Zoo 2.0

Las orejas del lobo...

Sexo Oral



Buscar un horizonte (vertical) en un paisaje ya soñado. Sentir el universo, hinchado y ancestral que ahora te importa en la punta de la lengua. Pintar un pasado imperfecto en un tiempo verbal equivocado.Lleno de labios, pliegues, carne, dulce carne.
Rodeando tus muslos, perdiéndose en un desierto yermo, de ombligos y espaldas. Circunvalar el pliegue de tu cuerpo donde deseo descansar y mirar amanecer desde allí. Beber de donde nace la fuente de los sueños que no saben de tiempo, y perderse en ellos y aprender que la eternidad se contiene en una caricia. Practicar un antiguo lenguaje olvidado y desenroscar el alma con la boca.Electrificar la punta de esta lengua mentirosa, y cínica, y descargar como un látigo pequeñas hebras de fiebre en la curva de tus hombros. Llenarte la boca de miel y moras, despertar tormentas en la piel, cerrar los ojos y verlas subir por la espalda, hasta morir en la nuca. Es arquear tu cuerpo a golpe de saliva y pompas de deseo. Meterse entre tus piernas y dejar que tus muslos sean mi prisión. Es olvidar la brújula, y el mapa, es explorar yendo a la deriva, mientras el mundo se cuela en mi boca.Llenarse la boca de polvos pica pica, humedecer la luna con mis dedos, y buscar la verja donde prender mis raíces gastadas, ver el mundo entre mis cejas, y susurrar deseos volátiles.Es no estar jamás saciado. Es morir de sed junto al mar.

cunnilingus.

(Del lat. cunnilingus).

1. m. Práctica sexual consistente en aplicar la boca a la vulva.



lunes, 7 de septiembre de 2009

1ª Sesión - Lunes 7 De Septiembre

La sala de espera es tan tibia y asépticamente natural que, los detalles con que se se ha decorado intentado transmitir lo contrario no lograr engañar tras un vistazo con calma. El sofá dónde estoy sentado es de piel y no parece demasiado viejo, a mí espalda una cortina ocre impide ver el exterior. El suelo, de madera brilla bajo la anodina luz de los halogenos del techo y sobre la mesita, a mi derecha, una lamparita ilumina una pila de revistas médicas y catalogos de Ikea. Huele a lavanda y no hay ningún sonido reconocible pesé a que en el mismo piso hay varias oficinas con gente trabajando a esta misma hora, 5 de la tarde. Da la impresión que el edificio es una gigantesca tumba en mitad de la ciudad que aún tiene resaca de verano.
Tras unos minutos de intento, abandonó la idea de identificar al autor del enorme oleo de dos por dos metros que preside la estancia y cambio de postura. Es entonces cuando la chica de la recepción me sonríe desde el umbral de la puerta ahora abierta y me invita a seguirla hasta la consulta. Mientras mis zapatos mascullan un quejido sobre el enmoquetado suelo, me cruzo con el paciente que me antecedía. No importa quien es, no le miro ni él me mira. Nos despedimos sin siquiera prestarnos atención. Cómo dos extraños en un cruce de caminos seguimos nuestro camino. Entro en la consulta.
La doctora tiene ese aspecto indeterminado de mujerde treinta y tantos más cerca de la cuarentena por su aspecto serio al que unas gafas de pasta ayudan. Me siento en el sofá que me ofrece.
Los diez primeros minutos pasan despacio. La luz que se cuela por la ventana se escurre por el suelo y yo no sé muy bien que decir a sus preguntas. Me incomoda el modo directo, camuflado tras una sonrisa impuesta por su título, en que me inquiere acerca de mi pasado mientras toma nota en una libreta de tapas de piel marrón. La pluma se mueve agilmente sobre el papel en blanco y me parece curioso el modo en que apoya la mano en la mesa al hacerlo, se lo hago saber y un amago de verdadera sonrisa se dibuja en su rostro. ¿Familiares con antecedentes de enfermedades mentales? ¿Algún tratamiento médico a destacar? ¿Ataques de ansiedad? ¿Drogas?... Las preguntas van cayendo como decantadas en un guión establecido y yo me dejo querer mientras juego con los silencios y las pausas y vendo mi pasado del mejor modo que puedo sin obviar mis mejores actuaciones.
A los 20 minutos he debido regalarle tanto material suceptible de un analisis precipitado de mis traumas y debilidades que deja la pluma sobre la mesa y me mira por primera vez a los ojos. Es una treta, la pregunta que hace inmediatamente después es un golpe bajo y los dos lo sabemos.
36 años, separado pero aparentemente sin serios problemas emocionales. A veces te sientes solo, eso es algo normal... ¿Por qué estás exactamente aquí?
Yo trago saliva, no por qué me incomode la pregunta sino porque me la esperaba antes.
Sólo me siento un poco perdido y me apetece saber tu punto de vista, digo añadiendo mi mejor y enfático gesto. Se rie. A continuación bordea la mesa, se sienta en el sofá de al lado y desgrana las reglas de la terapia.
Acepto una a una las condiciones de su labor pero, por aquello de ser quien suelta el dinero, impongo una. Le hablo de este blog y de mi idea de hablar de las sesiones en él. Le suena bien. Me dice que le parece una buena idea exponer mis avances y dudas en público y recabar opiniones diferentes. No se ha enterado de mis razones pero da igual. Al despedirnos me estrecha la mano y la siento fría como el marmol. Cuando salgo a la calle me pregunto si realmente voy a cumplir todas sus reglas y a decirle la verdad y toda la verdad a cuanto pregunte....

sábado, 5 de septiembre de 2009

Shibuya-Calahorra

Ella iba a llegar media hora tarde, yo 15 minutos. Me senté junto a la barra y encendí un Winston. El peor disco de Chris Rea sonaba desde los altavoces del techo y la luces de las lamparitas de las mesas aleteaban como insectos fluorescentes entre los clientes. Olía a desinfectante y de la maquina de café llegaba el soniquete de los chutes de cafeina de los noctambulos bien pensados. Una mesa con dos tipos vestidos de playa terminaban la cena y un grupo de adolescentes marcando labio y pose finjida se repartían tantos halagos como chicle de mascar. En la mesa más cercana al baño, una parejita se regalaba la boca con besos de esos que saben a viernes noche. La camarera me miró un instante mientras recorría la barra con el ceño fruncido pero sonrió al servirme y yo le devolví la cortesía obviando su escote. Miré al techo y por alguna razón que entonces no sabía, el local me transportó hasta un bar en Shibuya donde las mujeres de ojos rasgados buscan gaijines con lo que pasar la noche en un rovu hotel. Pero volví enseguida. Qué descortesía habría sido dejar a mi cita esperando por un viaje de ultramar.
Entró un tipo y pidió una cerveza para cambiar 100 pavos. Los camellos deben andar bien de cambio. Me miró un instante y debió juzgar que no era la noche para tentar a la suerte con una bolsa de varios gramos dentro del bolsillo interior de la chupa.
Y justo cuando comenzaba a olvidar porque estaba allí, su sombra de materializó al otro lado de la puerta de cristal e invadió mi atención con un pantalón marcado. Olía a perfume y sabía a mar. Pedía coca-cola y no llegaba nunca a acabarse el trago. Y yo le miraba mientras se recogía el cabello.
Regálame una foto para subir al blog cuando hable de ti.
Ni de coña.
Pero acabó cediendome los derechos de imagende un escote de lo más prometedor.
Después de un par de horas, un frenadol cargado que comenzaba a hacer sus efectos y un inutil intento de tomar tierra en sus labios, salimos del bar. Incluso el camarero se permitió vacilarme al darme el cambio de 10; este no pilla esta noche, debía de pensar mientras nos miraba desde el otro lado de la cristalera. Premio para el vidente...
En el coche pasamos del principio de incertidumbre a la radiografía interior en cuestión de minutos y nos besamos al despedirnos. O mejor dicho, ella me besó. Yo debía andar todavía por Shibuya cuando su coche se perdió entre el barullo sordo de la noche.