sábado, 17 de septiembre de 2011

Gott des donners

La brillante panza de los Ju52 brilla bajo el sol como una libélula herrumbrosa y ambarina cuando parten del aeródromo en perfecta formación de V. Sus tres motores zumban como gatitas en celo mientras sobrevuelan el terreno plagado de cráteres y los campos centellean en tonos amarillentos. En su interior, las bombas descansan sumidas en el sopor del vuelo mientras Herbert Kohlheim se cala las gafas de sol. El brillo del fosforo blanco del interior de los obuses compite con el fulgor del sol que ya se adivina en el levante cuajado de esos extraños árboles que los españoles cultivan por todas partes, como poseídos por una compulsiva obsesión: olivos. Desde que llego a España hace dos años, Herbert ha tenido oportunidad de probar el grasiento producto de sus frutos. ¡Wilderlich! Repugnante… ¿Qué razón puede tener alguien para extender esa asquerosa sustancia en un pan y engullirla como desayuno? ¿Qué mente retorcida tuvo la idea de aliñar con ello la comida? Herbert no lo sabe pero, desde lo más profundo de su ser le maldice.

Se agarra a los mandos de la nave como si le fuera la vida en ello. Anoche, el vino entraba solo y el endiablado ritmo de las palmas y la guitarra en la taberna era como metralla que te perforaba la cabeza. Flamenco: ¡música del demonio! La resaca le martillea las sienes con fuerza. El asqueroso teniente español que les animaba a beber se ha quedado en el catre, bien acurrucado y protegido del relente de la madrugada. Al noreste, en Kaisserlauten, dónde los árboles no destilan una sopa parduzca de sabor amargo y beber antes de una misión es motivo de fusilamiento, su esposa estará a esta misma hora despertando a los niños. ¿Cuándo regresará a casa? ¿Cuándo regresaran todos?

Franco, ese mequetrefe de voz aflautada y bruñido uniforme, parece no saber qué hacer para concluir esa condenada guerra y el resto de los españoles parecen igualmente no tener ninguna gana. ¡Maldito pueblo de misa diaria y mantilla calada! Si al menos el Führer no pareciera tener esa especie de debilidad por el general gallego, la Legión Cóndor podría haber arrasado ya esta maldita tierra y acabado de un plumazo con la resistencia de los rojos. ¡Al infierno con los olivos y el vino! Sí. ¡Al infierno con este país que huele a sudor y miseria!

En el horizonte, las luces del pueblo titilan en la quietud de la noche y Herbert ordena tomar posiciones al resto de la escuadrilla. En diez minutos comenzará la diversión.

¡ Dass die Show anfängt! ¡Qué comience el espectáculo!

A la orden, las escotillas se abren y el brillo reluciente de una de ellas se queda suspendido unos instantes en el cielo vespertino. Como un signo de exclamación, brillante y fugaz. De los vientres de los ágiles bombarderos surgen los obuses. En perfecta formación. Uno tras otro, se apoyan en la gravedad para esparcir su mensaje de rabia y odio. El cielo nocturno se preña del ululante sonido de la sirena y el silbido de las bombas cayendo aquí y allá. Las explosiones iluminan la sierra y el humo se eleva en suaves columnas en dirección al cielo. Las deflagraciones se expanden por el paisaje como mantequilla sobre un pan recién horneado. ¡Boom! Desde ahí arriba, Herbert puede ver, cómo diminutos puntos de luz, a la población huyendo sin rumbo. ¡Boom! Débiles y tersas auras de seres, llamas de vida, débil y fútil pero, vida al fin y al cabo, hasta que él llega a lomos de su deslumbrante trimotor, sembrando el caos y la destrucción. Como un dios germano. ¡Boom! En aras de una antigua epopeya teutona. El protagonista de una ópera de Wagner, de un poema de Goethe. Herbert, der Gott des donners. El dios del trueno. Reduciendo a cenizas y rescoldos humeantes todo cuanto abarcan sus ojos verdes. Herbert, der Gott des donners. Tripas y cuerpos expuestos al sol español, lubricante con que engrasar la maquinaria bélica. La Luttwaffe, optimización y eficacia alemana. La gran y esplendida águila en el cielo español. Sembrando de cráteres el suelo de la vieja Europa. Gritos y aullidos de dolor allí abajo. Aquí, entre el terso manto de nubes, tan sólo coordenadas y números. Estadística, cifras, recuento de víctimas, consumo de combustible, objetivo alcanzado, fin de misión. Volvemos a casa. Y en un abrir y cerrar de ojos, la escuadrilla regresa trazando su sombra plateada sobre la serpenteante sierra.

¡Que se jodan los olivos! ¡Qué se jodan los condenados olivos!


© 2011 Óscar Soto y Sampo Publishers

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