domingo, 12 de abril de 2009

Extracto I

Nicolás dio los buenos días al nuevo día con un bostezo tal que, daba la impresión de que sus mandíbulas se iban a desencajar. Alzó el cuello hacia el cielo, se estiró por completo, movió la cola a derecha e izquierda, se lamió las patas delanteras, lanzó un lastimero maullido y dando un ágil salto, alcanzó el suelo desde el bidón oxidado que le servía de improvisado catre cada noche.

El solar estaba desierto a aquellas horas. El resto de gatos que compartían aquel espacio, abierto al cielo gris, poblado de malas hierbas y que se difuminaba en mitad del pueblo como una cicatriz de tiempos pasados, no daban señales de vida a esas horas. Se afanaban en cumplir con el horario, estricto y sin fisuras que los humanos, amos, dueños, poseedores de ellos, les imponían con sus quehaceres. Él era un gato callejero. No conocía esa clase de tributo. Un paria felino que dormitaba bajo las estrellas. Tiritaba de frío en invierno y estirado dejaba que la sombra de los arbustos le refrescara en verano.

Por no saber, Nicolás no sabía ni que tenía un nombre. Así pues, desconocía de igual modo quién se lo había puesto. Aunque en honor a la verdad, eso no lo sabía nadie en realidad. Para los humanos, aquel gato grandote, de cabeza ligeramente más pequeña en comparación con el resto del cuerpo, de rayas atigradas, era un simple gato más. Un felino común que un día, sin saber su origen, se presentó en el pueblo y como quien reclama una posesión que siempre ha sido suya, se instaló en aquel solar. Ni respondía a su nombre, ni se esperaba de él que hiciese semejante demostración de conocimiento. Era pues, un gato corriente y moliente. Y es que, de no ser por la peculiaridad de sus ojos, Nicolás, era un gato tan corriente, tan vulgar y semejante a sus congéneres, que nadie caería en cuenta de su existencia, a pesar de ser el único gato callejero del pueblo.

Nicolás vino al mundo, ciertamente, con dos extrañas y poco frecuentes características: Una, que pasaba totalmente desapercibida a los humanos, pero que le hacían merecedor de la atención de sus congéneres de género femenino y al mismo tiempo repudiado por los dueños de las gatitas de pedigrí y otra que tenía un ojo de cada color. Uno, el izquierdo, azul y acuático y otro pardo y mortecino. Cuando esos ojos, esa dicotomía de colores miraban, daba la impresión de que dos mundos convergían en aquella mirada ágil, escrutadora, vivaracha y bastante divertida. Y alguien, quizá el mismo que decidió que Nicolás debía llamarse Nicolás, juzgó aquella curiosidad de la naturaleza como un signo de buen augurio y eso, unido a unos bigotes orgullosos, unos andares altivos, a un rostro vivo y que denotaba un conocimiento impropio en su raza, le hacían frecuentemente merecedor de los cuidados de los humanos.

A Nicolás, los motivos de aquellas muestras de afecto le traían sin cuidado, pero sabía aprovecharlas para su beneficio. Se dejaba querer cuando una mano bajaba a su altura y le acariciaba detrás de las orejas, en la barbilla. Cerraba los ojos, ronroneaba, alzaba el rabo, se frotaba contra las piernas de aquellos bípedos y si las manos que le tocaban le inspiraban suficiente confianza, se tumbaba bocabajo y dejaba que le acariciasen la barriga y el pecho. Lo hacía, porque después de todo aquello, la experiencia le había demostrado que aquellas mismas manos traerían un cuenco con leche, un periódico que envolvía unas raspas de sardinas, o incluso, si tenía mucha suerte, un pedazo de pescado.

Había veces que sin embargo, lo que lograba a cambio era un escobazo o una patada que casi siempre lograba esquivar. Pero puesto en una balanza, a Nicolás le interesaba estar cerca de los humanos.

Se deslizó a través de uno de los numerosos huecos de la valla que delimitaba el solar y descendió por el camino de tierra hasta llegar a la primera calle del pueblo.

El silencio que reinaba le inspiro desconfianza. A esas horas, generalmente, el pueblo no estaba tan vacío y mudo. Balanceando su cabeza de izquierda a derecha, miró con sus ojos de dos colores las ventanas cerradas, las calles desiertas. Se sentó sobre sus patas traseras y se lamió la cola. No había mujeres barriendo ante las puertas de sus casas, ni coches desfilando, lentos y taciturnos por aquellas callejuelas estrechas.

Se deshizo de aquellos pensamientos, que al fin y al cabo no le llevaban a ninguna parte, y como si un resorte hubiese saltado en su interior, dio un respingo y se encamino en dirección al puerto donde debía lograr su desayuno.

Nicolás se dejaba ver allí cada mañana, puntual a la hora en que el bullicio de la lonja comenzaba. Se sentaba en algún lugar donde nadie reparase en su existencia, hasta que salían las cajas llenas a rebosar con sardinas, jureles, merluzas. Entonces, toda una sinfonía de olores y sabores que le embotaban la cabeza estallaba ante él. Seguía a aquellos humanos que transportaban aquellos grandes cajones con pescado a rebosar, y maullando entre un bosque de piernas, imploraba algún resto que llevarse a la boca. Era en aquellos momentos cuando debía tener mayor cuidado, ya que las patadas solían lloverle de todas partes. Pero él, firme y resuelto las esquivaba y continuaba con aquel preparado guión, porque sabía que siempre acababa logrando su objetivo.

Pero aquella mañana, Nicolás no llegó a su destino. Algo, infinitamente más atrayente que todo el pescado que desfilaba ante sus ojos de dos colores en el puerto, más atrayente incluso que un parterre de nébeda se interpuso en su camino. Una suave y cálida vibración que emanaba de algún lugar cercano. Al principio, en el pueblo, le llegó amortiguado por las casas pero ahora, a campo abierto lo sentía plenamente. Una vibración, aterciopelada, intermitente, y que le producía una agradable sensación de bienestar. Se detuvo, se aovilló, lamiéndose las patas y se quedó un rato así. Con los ojos cerrados y una mueca de placer en su rostro. No haciendo nada si no sentir aquella vibración en cada célula de su ser. Tan absorto estaba, que ni se percató que el resto de la población felina del pueblo se había reunido a su alrededor. Todos, igualmente tumbados. Mirando en dirección a algún lugar determinado desde el que procedía aquella oscilación tan placentera.





8 comentarios:

  1. Ajá. Lo es. Me gusta que te guste.
    besos de lobo para ti

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  2. ¿Esto es de aquello que me hablaste estabas escribiendo? Me gusta
    besicos

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  3. muy descriptivo, me encanto, esto es melancolia. Siento un poquito de envidia no poder ser literaria, pero q le voy a pedir a la vida, si siempre me gusto las matematicas sobre todo la geometria y los calculos trigonometricos.
    Solo me recuerdan a mis monton de gatitos en casa de mis padres q siempre al final, desaparecian (sospechamos q se los comian algunos HDP) y solo uno fue atropellado. AHHH y como llore cuando mi padre le dio una paliza al unico gato silvestre q se colo en la casa (e indomable y el unico de color amarillo y orejas muy puntiagudas, casi un tigrito) ya q se comio el solito el pollo asado de ese domingo, q mi madre dejo enfriar al descuido en la mesita de ceramica al estilo americano q conectaba la cocina con las escaleras al jardin con plantas de mango. Ahi, por 1ª vez en mi vida vi la transformacion de mi padre (tan pasivo e inquieto y muy matematico, herrero, casi un genio, pero flematico) a la furia, y yo llorando como mocosa, al final, aprendi de mis gatitos: independiente, sola y aventurera, sin dueño q me pueda atrapar, porq me gusta estar a mi aire, y asi emigre un dia a un sitio tan disparatado como Logroño

    ALLY_TREKKING

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  4. Si es qu... después el que habla demasiado soy yo... jajajjaa
    besos

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  5. Dicotomias, silencios y hombres sin nombres...me encantan! :P

    Besos siempre.

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  6. Siempre, meychan. Que nos quiten los besos que nos quitan un poco la vida.
    te quiero, sobrina

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