Una por los viejos tiempos

¡Me cago en dios! ¡Que hoy si que dejo de fumar! Dice mientras golpea la mesa con un gesto decidido. Yo le miro de reojo.
¿A quién pretendes engañar a estas alturas de la película? Digo yo sin poder reprimir una risa. Los dos reimos.
Llevamos 3 días sin pegar ojo y la casa está patas arriba. Mezclada junto a los envases de pizzas y las botellas de cerveza, la ropa esparcida por el suelo aletea al sol de la mañana como un pajarillo aprendiendo a volar. Los ceniceros rellenos hasta arriba brillan en un reflejo ambarino y yo me pasó la mano por los ojos para evitar que su luz me hiera. Me duelen tanto los rayos que se cuelan a través de las rendijas de la persiana que, me parece que sea un blanco para un lanzador de cuchillos ciego. Me levanto de la cama y un ligero mareo merced al insomnio me mece entre el olor de la habitación cerrada. Las paredes se curvan ante mí y el techo se descuelga como si fuera un chicle.
Él comienza su habitual diatraba acerca de las mujeres y su intrinseca malignidad cuando cruzo el pasillo y yo me encamino al cuarto de baño sin prestar atención a sus palabras. Mis huellas dejan un surco acerado en el suelo. La bombilla parpadea unos segundos antes de inundar las baldosas de un fulgor artificial y tiro de la cadena instantes después justo cuando desde el otro lado de la pared los vecinos comienzan la discusión de las 05:45. Antes de salir, me miro al espejo y aprovecho los últimos restos que se alinean en la bandejita para coger fuerzas (sólo uno, uno sólo).
De camino a la cocina me asomo a la ventana con los ojos entornados. El mundo está enfermo y yo ya no tengo la cura.
Después regreso a la habitación y él ya se ha ido. ¿Sera cobarde? Cojo el móvil y marco su número...