martes, 15 de septiembre de 2009

El Contrato

Carlos no era lo que se dice precisamente feliz. De hecho, últimamente parecía que el universo entero conspiraba para impedir que lo fuera. Su mujer, después de 12 años de matrimonio, le había abandonado por un tipo 10 años menor y la crisis (la de los años impares esta vez) se había llevado por delante su trabajo tan sólo un año antes. Las deudas que iba contrayendo eran cada vez mayores y las facturas impagadas se acumulaban en una montaña que amenazaba con sumirle en una profunda depresión. Se podía decir, sin temor a equivocarse, que la vida de Carlos distaba mucho de lograr ser feliz.

Ateo por convencimiento, incluso había recurrido a la oración como medida desesperada pero, ya se sabe que dios no suele tener un talante bondadoso y comprensivo para los que un día le negaron. ¿Nunca os habéis preguntado por qué la venganza no es uno de los pecados capitales? Pero, he aquí que por una de esas casualidades del destino, si el buen dios decidió hacer oídos sordos a las palabras de aquel pobre desdichado, el eterno antagonista del padre celestial, si debía haber sintonizado la frecuencia de las suplicas de Carlos y decidió atender sus ruegos.

Y así, el diablo se presentó en casa de nuestro protagonista disfrazado de vendedor de seguros. ¿Alguien se atreve a decir que al igual que dios, el diablo no tiene sentido del humor?

−Yo –le dijo impostando la voz desde el otro lado de la puerta−, he escuchado tus palabras y quiero ayudarte. A cambio de un precio tan exiguo estos días como es tu alma, te ofrezco riquezas sin fin para acabar con tu situación. El trato es sencillo, un año. Disfrutaras un año entero de una vida tan llena de placeres que ni siquiera puedes soñar y después, trascurrido ese plazo. Tu alma será mía. ¿Qué me dices? ¿No te parece acaso un trato justo?

Cómo cualquiera que tuviera que negociar con el mismísimo príncipe de los Avernos, Carlos receló del trato y se hizo de rogar. Pero el diablo, que sabe más por viejo que por su propia condición, supo sacar el as de la manga que Carlos esperaba.

−¿He mencionado que tu mujer está incluida en la oferta? Así es. Volverá a tus brazos si así lo deseas. Aunque, si lo prefieres, puedo conseguirte cualquier otra mujer que desees.

En cualquier balanza, aquel trato hubiera resultado desequilibrantemente poco recomendable. 365 días de felicidad, contra una eternidad de tormento y castigo no parecía el negocio del siglo. Pero bien pensado, cualquier cosa era preferible a la situación actual. Así que nuestro protagonista acepto.

−¿He de firmarte en un pergamino con mi sangre? –dijo con voz trémula Carlos.

−¡Oh, no! –exclamó el diablo ahogando una risa−. Tenemos un contrato verbal vinculante. Eso es más que suficiente.

Y diciendo eso dio media vuelta y se alejó escaleras abajo, dejando al pobre Carlos sumido en la duda de si lo que acababa de suceder era real.

Pero resultó serlo ya que a la mañana siguiente de aquel extraño encuentro, y de modo misterioso, una cantidad tal de dinero que no podía ser repetida sin sonrojarse por este humilde narrador fue ingresada en su cuenta. El otrora pobre y arruinado Carlos, se convirtió en un millonario de la noche a la mañana y cambió la cola del paro por los hoteles de cinco estrellas y los coches deportivos. Por si eso fuera poco, tal y cómo el diablo, y cualquiera con dos dedos de frente, hubiera predicho, su mujer volvió tan sólo horas después, maldiciendo la hora en que se había alejado de él y jurando que lo quería más que a nada en el mundo. Y así, Carlos tuvo cuanto podía desear.

Los meses pasaron, concretamente 3 y la vida, en apariencia colmada de placeres y riquezas que tan bien pintaba al comenzar, se convirtió en un infierno. Su mujer, celosa hasta la nausea de que su marido pudiera conocer otra mujer que le arrebatara la inmensa fortuna de la que ahora disponía, se pegó a él tanto que era difícil diferenciar donde comenzaba uno y terminaba la otra. Pronto, los ataques de celos, las escenas y las peleas fueron el pan de cada día y la amenaza de recurrir a un abogado que consiguiera para ella y sus hijos la fortuna de la pareja, planeaba sobre sus cabezas impidiendo cualquier conato de rebelión por parte de él.

Si su hogar no era precisamente un remanso de paz, el despacho de su nueva empresa, creada por recomendación de sus asesores fiscales para justificar sus recién adquiridas posesiones, no era mejor. Le llovían ideas para futuras inversiones, cada cual más fantástica y peregrina que la anterior. Las reuniones, las comidas de negocios, los acuerdos financieros, todo ello se convirtió en su rutina. Y mantener su fortuna se convirtió en un verdadero quebradero de cabeza ya que una nueva crisis (la de los años pares esta vez) amenazaba con llevarlo nuevamente a la ruina.

En definitiva, la vida de nuestro protagonista había pasado del fuego a las brasas y por mucho que de todas partes le llovían parientes y amigos que él no recordaba, le sobraban diez dedos para contar sus verdaderos amigos o aquellos en quien podía confiar. Era pues un hombre inmensamente pobre. Mucho más pobre que antes de firmar su trato.

El cuarto mes, el pobre Carlos no podía aguantar más la situación y decidió hablar con el diablo para que este le eximiera de las obligaciones contraídas. Tras visitar una cuantas tiendas de esoterismo, por fin dio en un antiguo libro con el modo de contactar con el maligno y allí que se fue dispuesto a reclamar la rescisión del contrato.

−Tienes que anular nuestro pacto –dijo nada más el diablo se le apareció.

−Aún te quedan 6 meses de contrato –exclamó su malignidad lanzando una ojeada a su reloj de bolsillo.

−No me importa. Quiero rescindirlo.

−¿Que quieres qué? −bramó el diablo riendo con grandes aspavientos−. ¿Acaso no te he proporcionado cuanto deseabas? ¿No tienes las riquezas que anhelabas y tu mujer ha vuelto a ti tal y cómo querías?

−Sí pero eso no me hace feliz.

−La felicidad no estaba en nuestro acuerdo. Tienes lo que querías. Ahora cumple tu parte y vuelve dentro de 6 meses.

−El contrato no era válido. No lo firmé con mi sangre. Me he informado. No es válido –sentenció Carlos que estaba dispuesto a jugar fuerte−. No puedes obligarme a nada, coge tu dinero y a mi mujer. Te los devuelvo.

El anillo de boda cayó ante los pies del diablo que lo miró un instante antes de hablar.

−Nuestro acuerdo fue verbal y es por lo tanto vinculante. ¿En qué mundo vives? ¿No has trabajado nunca con una operadora de telefonía móvil? ¿Quién crees que le sugirió que actuaran así si no yo mismo? Recoge tu anillo y márchate de aquí. Aún quedan 6 meses para que venza el plazo. Te sugiero que trates de disfrutarlos.

Ante la mención a los acólitos del maligno en la tierra, Carlos supo que estaba todo perdido. Recogió el anillo y se alejó cabizbajo y pensativo. No sin antes gritar al maligno:

−¡Tendrás noticias de mis abogados!

Y eso fue, exactamente, lo que Carlos hizo. Durante las semanas que siguieron a aquel encuentro, consultó a los más reputados abogados en busca de alguna solución o triquiñuela que le ayudara. Pero, de nada sirvieron la inguente cantidad de dinero que Carlos dilapidó cubriendo las astronómicas cifras que aquellos picapleitos requerían por su trabajo. Aparentemente, en la historia de la abogacía, no había ningún precedente de que el maligno hubiera perdido un solo caso ante un tribunal, por lo que se eliminó aquella posibilidad. A todas luces, el contrato verbal vinculaba a Carlos a cumplir con su palabra; y no había ningún truco o subterfugio legal al que aferrarse.

Sabedor de que su única posibilidad era perder la vida antes de cumplir el plazo que esgrimía el pacto, lo cual le ahorraría el infierno que ahora padecía y el que vendría una vez concluido el vencimiento del pacto, decidió quitarse la vida. Para ello, saltó del viaducto un viernes en hora punta pero, sólo consiguió romperse las dos piernas además de varias fracturas en costillas y brazos. Aparentemente, tal y cómo los galenos del hospital sentenciaron, había sido un milagro. Por supuesto no había nada más lejos de aquello que la intervención divina, sino que más bien, tal y cómo Carlos suponía, había que mirar hacia abajo para encontrar al hacedor de aquel prodigio. Sea como fuera, los repetidos intentos de Carlos por acabar con su vida, que incluyeron dos envenenamientos, un ahorcamiento y un intento fallido de morir asfixiado en un horno eléctrico (de eso no se puede culpar al diablo), resultaron baldíos. Estaba claro que Satán no pensaba dejar que el contrayente del trato eludiera las obligaciones contraídas yéndose al otro barrio.

Desesperado, requirió la ayuda de teólogos de todo el mundo pero, desde que la iglesia católica había suprimido de su credo la idea del infierno como lugar físico y por lo tanto la figura del diablo había pasado a ser un mero recuerdo de tiempos menos científicos, el clero andaba un tanto torpe en los asuntos del maligno y tampoco estos supieron ofrecerle otro consuelo que no fuera la oración y la entrega de sus posesiones a modo de expiar su ignominioso pecado. En otras palabras, Carlos no tenía otra posibilidad que cumplir su palabra. ¿O no?

Tal y como los asuntos fundamentales se ven resueltos de un plumazo por una solución aparecida de improviso, Carlos vio claro sin aviso alguna el modo en que habría de librarse del contrato con el diablo. El tratado especificaba que durante el plazo de un año su alma pertenecería a él y sólo a él; esa era pues la solución.

Meses después, la crisis de los años pares dejó a nuestro infeliz protagonista sin un céntimo. Su mujer, obviamente, volvió a abandonarle y Carlos regresó a la vida miserable pero en cierto modo feliz que antes poseía. Pero el reloj siguió avanzando y a las 12 en punto de la madrugada del día fijado, el diablo se presentó en la casa de nuestro protagonista, dispuesto a reclamar la parte del trato que le correspondía.

−¿Has disfrutado de este año? –preguntó burlón cuando se le abrió la puerta.

Carlos no respondió y se limitó a indicarle que le siguiera al interior de la vivienda.

Dentro de la estancia, Carlos le invitó a una copa a la que el diablo acepto no sin dar una pequeña puntilla a su anfitrión.

−Nos podemos tomar las copas que tú desees –dijo mientras saboreaba un exquisito brandy−, pero sabes qué día es y a qué he venido. Tu alma. Me corresponde.

−Me temo –explicó con serenidad Carlos−, que eso no es posible. Mi alma no me pertenece ya. Por lo que no puedo dártela tal y cómo convenimos.

−¿De qué estás hablando? –bramó con furia el diablo−. No juegues conmigo.

−No juego –explicó Carlos mientras le tendía un papel−Aquí lo dice bien claro, lee.

Satanás leyó el pliego que se le tendía y tras hacerlo, estalló en llamas.

−¡Esto no es legal¡ No puedes hipotecar tu alma. ¡Ya era mía antes de todo eso! −gritó con furia el maligno.

−Me temo que eso tendrás que discutirlo con el banco. Cómo puedes ver, son ellos los poseedores legales de ella. No yo.

Y diciendo eso, invitó a su interlocutor a dejar su casa.

Por supuesto, el diablo litigó contra el banco pero, nada pudo hacer. El banco era, en efecto, el dueño del alma de Carlos y así lo confirmaron las diferentes sentencias posteriores. Hipotecada por un plazo no menor a la eternidad y con un interés del 1,5 por ciento.

En cuanto a nuestro protagonista, si bien carecer de alma le hacía sentirse un tanto raro, su carácter ateo le previno de cualquier depresión mística o de carácter religioso y vivió muchos años más, aunque en la mayor de las miserias.

Y es que. En cuestión de pactos, nadie como los bancos para negociar con el diablo.

1 comentario:

  1. Qué pasa, que los bancos no están siendo aconsejados por el diablo?

    Me extraña...

    Besicos

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