jueves, 17 de septiembre de 2009

Lusitania

Nadie sabía por qué aquel anciano lisiado y pelirrojo bajaba cada mañana al mar y se sentaba en la silla plegable que traía consigo. Porque eso era todo cuanto hacía. Se sentaba y miraba al mar durante horas. Sus ojos acuosos y verdes, oteaban el inmenso océano sumidos en una espera tersa. Era entonces su rostro, curtido de arrugas, sembrado de marcas y reflejo de sus muchos años, el semblante mismo de la quietud y la calma. De vez en cuando, una chispa de esperanza brillaba en su mirada y con paso presuroso, arrastraba su desgarbado cuerpo hasta la orilla, ponía su mano a modo de visera y barría el ancho mar regresando instantes después a su postura inicial con un pozo de frustración pintado en sus gastadas facciones. Nadie lo sabía pero tú, afortunado lector podrás desentrañar el velo de su misterio si te remontas 70 años atrás conmigo.

Entre la espuma verdosa que rompía contra las rocas, Connell Sheridan entrevió un brillo ambarino. La mañana estaba húmeda y fría y una densa niebla se recortaba contra las azules montañas del interior. El sonido de los martillos del astillero de Clyde resonaba nítido entre el ulular del viento, trayendo ecos de otros mares. Remangándose los pantalones, el joven se internó en la gélidas aguas en dirección al centelleo que se adivinaba entre el oleaje. Aquella era la mañana que cumplía 14 años y como día especial que era, había decidido tomarse el día libre de su trabajo en el puerto. Con grandes zancadas alcanzó lo que parecía ser una botella con una nota dentro. Tan sorprendido como emocionado por su hallazgo, retiró el tapón y extrajo el pergamino del interior de su envase con un nerviosismo evidente. Caminó con paso lento de regreso a la orilla mientras sus ojos recorrían aquel pedazo de papel y se recreó en la infantil caligrafía que se adivinaba en ella. Con trazos firmes y serenos, alguien desde el otro lado del mundo había lanzado aquellas palabras al mar con la esperanza de que el azar las llevara hasta sus ojos algún día.

“A quien reciba estas líneas. Mi nombre es Mary Lou Parker y deseo encontrar el amor.

He dejado en manos de la fortuna tal labor y para ello envío al mar esta carta que de seguro será leído por el amor de mi vida algún día. No tengo la más mínima duda sobre ello, tú tampoco la tengas. Cuando eso suceda, y si como yo crees que el destino puede obrar prodigios tales como que dos corazones que no se conocen puedan latir al mismo compas, no dudes, en actuar de idéntico modo, pues confía en que el azar traerá tus palabras hasta mí así cómo te ha hecho llegar las mías.

Boston – 20 de octubre de 1910”

Un año y medio había pasado desde que aquellas palabras, arrojadas al mar y dejadas a los caprichos de las corrientes, surcaran el inmenso océano y el destino había querido que fuera él quien las encontrara. Inocentes y tiernas palabras, que hubieran sido tomadas a la ligera por cualquiera que supiera de lo ingrata y cruel que la vida puede ser, pero que fueron sin embargo tenidas como ciertas por el joven Connell y de inmediato se dedicó a escribir la contestación.

“Estimada Mary Lou. He recibido tus líneas. Si como dices en tu carta, el destinatario de ella no es otro que el amor de tu vida, puedes confiar en que así será ya que con tan sólo conocer algo tan simple como el modo en que escribes, ya te amo. Sea el azar o sea el destino quien nos ha hecho encontrarnos, enviaré estas líneas al silente y ancho océano y al igual que tú, sé que llegarán a tus manos.

Connell Sheridan – Glasgow, 13 de enero de 1912”

Y tal y cómo sus palabras anunciaban, el joven Sheridan introdujo la nota en la botella que minutos antes hubo encontrado y la arrojó al mar.

No pasó una sola mañana sin que el joven se acercara al mar en busca de su respuesta pero, durante 5 largos meses, el proceloso océano se negó con vehemencia a traerle lo que con tanta ansia anhelaba. Hasta que un brumoso amanecer de comienzos de verano, un brillo en el agua hizo su corazón palpitar con fuerza. Tal y cómo confiaba, la respuesta de Mary Lou llegó del mismo y extraño modo en que hubo entrado en su vida casi medio año atrás.

“Mi querido Connell, ya te siento tan familiar que permite que me tome la licencia de llamarte así. Tus palabras me han hecho llorar ríos enteros de felicidad. ¡Qué sabio es el mar que ha sabido enlazar la vida de dos corazones solitarios como los nuestros! ¡Qué loable el viento y las mareas que nos han traído al uno a la vida del otro! ¡Qué dulce y lleno de amor el azar que nos ha juntado! Desde que tu carta llegó, no pienso en nada que no sea abrazarme a ti. ¿Piensas tú lo mismo, amor mío?

Te adjunto una fotografía tomada meses atrás para que tus sueños tomen ahora mi forma.

Tuya por siempre, Mary Lou Parker.

Boston – 21 de abril de 1912”

Connell estalló en risas de puro júbilo. ¡El azar, ese caprichoso y díscolo dios se aliaba de su bando! Tomó la fotografía que la carta anunciaba entre sus manos y la auscultó con ansiedad. La imagen, tomada en un algún estudio de fotografía de los que comenzaban a proliferar por todo el mundo, mostraba a la joven más hermosa que el muchacho había visto jamás. De poco más que su edad, Mary Lou posaba con una tímida y complaciente sonrisa enmarcada en su virginal y tibio rostro. Sus ojos, tan llenos de vida que brillaban en un gris ceniciento, miraban a cámara recorriendo en un instante fugaz el océano que los separaba. Vestida de vaporosa organza blanca y sentada de modo recatado en lo que parecía ser un banco, cruzaba sus manos de un modo tan dulce que los ojos del joven Connell se empañaron los ojos. ¡La amaba! Estaba seguro de ello.

Guardó el retrato en el interior de su camisa y se afanó en escribir la contestación a la misiva recibida.

“Amada, Mary Lou. Sólo Dios en su infinita sapiencia sabría describir con palabras la inmensa dicha que sentí al recibir tu carta.

Tus palabras me han conmovido tanto que lloró de júbilo al escribir estas líneas. Tu retrato, desde ahora amuleto y guía de mi destino, llenó mi corazón de un amor tal que ahora sólo late por ti. Te amo es todo cuanto sé y sigo rezando a la diosa fortuna para que estas palabras que escribo desde lo más profundo de mi corazón lleguen a ti lo antes posible.

Siempre tuyo: Connell Sheridan. Glasgow 25 de junio de 1912”

Tres meses tardó el joven Sheridan en reunir el dinero necesario para poder pagarse un retrato en un estudio de fotografía recientemente abierto hacía poco más de un año en Byers Road y la lluvia formaba para entonces parte del paisaje de Glasgow. Atesoró aquel pedazo de papel en el que lucía sus mejores galas a la espera de recibir contestación a su carta y durante ese tiempo, cómo poseído por una fuerza sobrehumana Connell siguió bajando a la playa cada amanecer, aunque para ello hubiera de levantarse con la luna aún en el horizonte. Llegó el invierno y el año nuevo y un ventoso amanecer de mayo, Connell encontró la botella que tanto anhelaba flotando ágilmente sobre las turbias aguas.

“Mi amado. Mi buen amado Connell.

Paso las horas pensando en ti y en el momento en que el destino quiso unir nuestras vidas. No sé nada de ti, ni siquiera la forma que tiene tu rostro y ya te amo tanto que siento voy a enloquecer. Consultó las mareas y ruego que las corrientes, siempre esquivas y traicioneras, lleven mis palabras hasta tu corazón con la premura con que mi corazón palpita. Me asomó al mar, cada mañana y espero tus líneas con tanta impaciencia que moriría sin un día no llegaran hasta mí. Quiero saber de ti, de la ciudad dónde vives, de tus anhelos y aspiraciones. Te imagino una y otra vez y la espera me tortura. Escribe pronto, mi amado Connell Sheridan o temo volverme loca sin noticias de ti.

Siempre tuya; Mary Lou Parker – Boston 14 de diciembre de 1912”

Se afanó el joven entonces en meter el retrato que con tanto mimo guardaba y firmó una carta tan llena de amor y pasión que el mismísimo Cupido palidecería de envidia.

“Amada Mary Lou.

También a mí, la espera se me hace eterna. Los días sin saber de ti son tan vacíos y yermos que muero por dentro. Cada mañana oteo el antiguo mar esperando tu carta.

No sabría que contar de mi vida si mi vida ya eres toda tú por entera. ¿Qué prodigios no quisiera yo contar sobre mi existencia? Pero, me temo que mi vida es tan sencilla y espartana que enrojezco al pensarla y la juzgo nada digna de una dama como tú. Prometo desde hoy, ante el todopoderoso mar que ahorraré hasta el último penique para ir donde tú estás lo antes posible y ofrecerte un futuro digno de tu altura. Tú tan sólo espera ese día en que nos encontraremos. ¡Que la muerte me lleve si miento!

No sé por qué suerte de castigo, quiso un dios vengativo alejar nuestros destino poniendo un inmenso océano por medio pero, nos veremos, Mary Lou.

Por siempre tu enamorado; Connell Sheridan – Glasgow 30 de mayo de 1913”

Cómo comunicaba en la carta, el joven Sheridan se esforzó por lograr sus objetivos y prosperar. No hubo trabajador del astillero de Clyde más denodado y entregado a su trabajo que él y en vísperas de las navidades de aquel año, ascendió, pasando a recibir una cifra semanal que si bien aún era exigua, le insuflaba ánimos para afrontar aquel reto y le llenaba de esperanzas. Sus ahorros crecieron a fuerza de escatimar en tanto que su salud se resentía, ya que raro era el día en que comía dos veces. Pero Connell persistía en su empeño con tanto ahínco que sacaba fuerzas de flaqueza.

El año pasó sin noticias de Mary Lou hasta que una mañana lluviosa, en que los vientos ululaban con fuerza y barrían las olas la pequeña playa, la botella regresó y con ella, las palabras de su amada.

“Mi amado. Mi dulce y amado Connell. Tan sólo tu retrato me hace tener fuerzas para seguir adelante. La espera es eterna y el mar tan caprichoso que me volveré loca si los vientos no soplan con tanta presteza como deseo y llevan estas palabras ante tus ojos lo antes posible.

Te esperaré por siempre, no dudes de ello. Ni de que tu amor es suficiente para una dama nacida en cualquier cuna. ¡Para si quisieran la zarina de Rusia y la reina de cualquier país de este u otro mundo tener una amor como el que nosotros nos tenemos! ¿Para qué habría de querer yo riquezas si no es contigo a mi lado?

No dejo de pensar en el día en que por fin nos veamos y juntemos nuestras manos. Rezo para que sea pronto y mientras, me sentaré frente al mar y esperaré que este me traiga noticias de ti.

Amor por siempre; Mary Lou Parker, Boston 11 de agosto de 1913”

Cómo derramó lágrimas el joven Sheridan al leer aquel texto y bendijo a los cielos por encontrar a su amada. Lloró y el llanto enturbiaba las palabras que con torpe caligrafía planeaban en el ajado papel como palomas al vuelo.

“Mi inmensamente amada Mary Lou.

Nada me puede hacer más feliz que saber que tú me esperaras. No hay oro ni riqueza alguna con que se podría comprar la dicha que al leerte siento.

Sigo ahorrando para ir a tu encuentro. Y si el buen dios así lo quiere, no ha de pasar más de un año antes de que eso suceda. Tú sigue oteando el mar inmenso y bravío en espera de mis líneas. Yo seguiré esperando el día en que podamos besarnos.

Por siempre; Connell Sheridan – Glasgow 7 de enero de 1914”

Los meses pasaban veloces ante los ojos de Connell, quien con nuevos bríos, que las palabras de su amada le insuflaron, seguía ahorrando cada penique y libra para ir a su encuentro, trabajando de sol a sol y entregado a su sueño con ánimo febril, mientras el mundo enloquecía y se preparaba para tiempos más belicosos.

El 28 de junio de aquel mismo año, el archiduque de Austria, Francisco Fernando y su esposa fueron asesinados en Sarajevo por un activista serbio y la primera guerra mundial estalló. A resultas, Connell Sheridan fue llamado a filas y se le envió a la costa norte de Francia.

Aovillado en la gris y fría trinchera, mientras los obuses alemanes caían a su alrededor, cuantas veces susurró al viento el nombre de su amada, esperando que sus palabras fueran llevadas hasta el otro lado del mundo y fueran escuchadas por ella. Cuantas noches, mientras el cielo nocturno se teñía de rojas y vivas deflagraciones recorrieron sus dedos el retrato de ella y derramó ríos enteros de lágrimas. Y así pasó el verano y el otoño, e incluso las navidades en las que las tropas representaron un teatral y cínico alto el fuego durante la nochebuena de aquel 1914. Embarrado, lleno de suciedad y rodeado del olor de la muerte, en aquellas trincheras que no eran sino ataúdes para jóvenes como él, Connell Sheridan tan sólo pensaba en ver a su amada. Aquello le mantuvo con vida y sobrevivió tan sólo por el afán de encontrarse algún día con Mary Lou. Sí. Ver a Mary Lou era lo único que le alimentaba a esquivar a la parca una y otra vez. La muerte, la cruel y despiadada muerte que con tanta soltura se manejaba en aquellos días por la faz de la tierra. En un frente, plagado de cadáveres andantes con que alimentar la maquinaria de la codicia humana.

Sobrevivió, sí pero como todo, pagando un alto precio. Un proyectil alemán estalló a pocos metros de él una noche de marzo y el joven Sheridan sufrió graves heridas en su pierna izquierda. Tan graves que a punto estuvo de perderla. A resultas de ello, fue licenciado y enviado de regreso a Glasgow tras pasar un mes en un hospital de campaña. Mutilado de por vida, con una pierna tan inútil como los objetivos de aquella triste guerra, Connell Sheridan regresó a su Escocia natal condenado a arrastrar una pierna que de nada habría de servirle ya de por vida pero, vivo para regresar a la playa dónde reencontrarse con su amor. Pero no hubo ninguna botella ni mensaje más. Los meses que siguieron, Connell siguió bajando hasta el mar en busca de noticias de ella pero estas nunca llegaron.

El 1 de mayo de aquel 1915, Mary Lou Parker tras no tener noticias de él durante casi un año, embarco en el buque Lusitania. 7 días después, y a punto de arribar a las costas de Gran Bretaña, el navío fue torpedeado por un submarino alemán frente a las costas de Irlanda. Dos explosiones que impactaron en el casco de la nave más una tercera y más violenta deflagración en el compartimento en el que el navío transportaba explosivos, hicieron que el enorme buque, uno de los más grandes de la época, se hundirá en menos de 20 minutos. 785 pasajeros y 413 tripulantes perdieron la vida aquel día, más de 200 de ellos de nacionalidad estadounidense. En la edición extra del New York Times del día siguiente, una foto del imponente buque con sus 4 inmensas chimeneas escupiendo humo adornó la tragedia e inundó de dolor las calles de todo el país. Las muestras de repulsa ante el ataque hicieron que la opinión americana, anteriormente contraria a la intervención de su país en el conflicto europeo cambiara radicalmente y meses después Washington declaró la guerra a Alemania. Pero todo esto forma parte de la historia y puede ser consultado en páginas más adecuadas, lo que ahora, tú estimado lector ya sabes, es que aquel trágico suceso marcó la vida de Connel Sheridan quien, durante casi 75 años, cada mañana, siguió bajando a la ensenada del río Clyde esperando tener noticias de su amada hasta su muerte en la primavera de 1982.

5 comentarios:

  1. Una historia preciosa.
    Me gusta tu blog.

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  2. En la era de la comunicación, y aún me emocionan las historias amanuenses como estas...

    Besicos

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  3. Y suele ser que la casualidad no existe y estas historias me lo recuerdan...cuando dos se encuentran así debía haber sido.

    Un biko grande Tito! :D

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  4. Me encanta esta historia, lobo.
    Por cierto sigues con el blog publi... y eso?
    besos

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