sábado, 24 de marzo de 2012

Cronos

Nota: (Añadir al texto la overtura de La Gazza Ladra de Rossini)

Los tubos de neón, como ascuas gaseosas, brillaban sobre mi cabeza. De vez en cuando algo de música decente se escapaba de los altavoces del techo y Miles Davis entonaba un canto de vida en aquel lugar dejado de la mano del dios de las fusas y semifusas. Entonces, yo dejaba por un segundo la fingida pose de capullo pretencioso y tamborileaba los dedos sobre la madera, sin olvidar dar las gracias con un guiño al disc-jockey que me regalaba aquel tibio y terso placer. De nuevo en el Café Brunelleschi me sentía solo frente a la multitud que se arremolinaba en la barra. Vicky, de negro de los pies a la cabeza, iba y venía cerveza en mano. Sonreía y servía copas mientras los ojos de los parroquianos se deleitaban en el delicioso ángulo de sus caderas al caminar. La miré con calma. Deteniendo mis parpados bajo el gastado perfil de sus mejillas. Meditando cada poro de su piel de luna en instantes vacuos de infinita eternidad carnal. Hubo un tiempo, en que me habría instalado en la deliciosa curva de sus hombros para siempre. ¡Sí! ¡Juro que lo hubo!  Ahora, a años luz de lo inocentes que fuimos, sus dedos, cuajados de bisutería barata, lanzaban débiles destellos plateados y como hechizos en forma de alhajas de saldo, brillaban haciendo palidecer soles en el infinito desierto de sus ojos rasgados. Y yo me habría dejado llevar hasta la línea de sus cejas por una simple promesa de su boca.
Me revolví en el taburete. La luna nueva danzaba detrás de la cristalera. No necesitaba verla para saber que seguía ahí, orbitando alrededor de aquella roca sobre la que me dejaba llevar a través del espacio. Desde que la dulce y pequeña Vicky había regresado a la ciudad de los sueños, aquel cielo era un manto de pequeñas perlas engarzadas en la oscuridad de un vacio atronador. Un oasis en el que dejar de meditar las palabras que decir. ¡Oh, sí! La inocente Vicky Vegas convertida en mujer fatal para deleite de mis sueños. Los labios de miel y muslos como gelatina de carne de ángel. ¿Cómo olvidar su boca entreabierta y sus manos enroscadas en mi nuca? ¿Cómo ignorar las promesas que nunca nos hicimos y los halagos que amartillamos con sexo precipitado y torpe? ¿Cómo obviar su almibarada manera de decir que no al tren que ya pasó? ¿Sería acaso posible tamaña desfachatez?
—Piensas demasiado en el pasado—dijo el tipo del sombrero rojo a mi derecha.
Asentí con vehemencia.
—Somos sólo pasado bien mirado —me defendí.
—¡Náh! Ni siquiera se nos permite ese pequeño placer. Somos menos que eso. Menos, incluso, que la cagarruta de un ratón… Somos el polvo cósmico de algún dios encabronado. Por eso tenemos noción del tiempo. Para saber lo jodidos que estamos esperando. Siempre esperando que el tiempo pase.
Olía a desinfectante y el sudor perlaba su frente con un reflejo dorado. Aún así me caía bien. Había algo de mí en sus ojos diminutos.
Le invité a un trago y brindamos por el paso del tiempo. ¿Qué sería de nosotros sin eso?
Desde el otro lado de la barra Vicky nos sonrió y se sirvió dos dedos de Martini.
Nos tomamos varias más brindando por Cronos y su dorado carruaje. Mirando el ambarino líquido en el vaso recordé aquel poema:

Spude dich, Kronos!
Fort den rasselnden Trott!
Bergab gleitet der Weg;
Ekles Schwindeln zögert
Mir vor die Stirne dein Haudern.
Frisch den holpernden
Stock, Wurzeln, Steine den Trott
Rasch ins Leben hinein!

¿Era Goethe? ¿Qué más daba? Necesitaba ir al baño con urgencia. Me despedí del tipo del sombrero rojo palmeando su espalda.
De camino, sorteando la multitud que se retorcía bajo los ampulosos focos, creo que alguien me ofreció un buen precio por una mamada rápida y una chica comento algo del color de mis ojos y las hojas de marihuana. Me daba lo mismo. Yo me contentaba con orinar y después tomar un poco de aire fresco en el porche del local. Había olvidado lo relativo que todo es cuando estás borracho y como echar una meada puede ser tan capital como el tema más fundamental en tu vida. No había urinarios de pie, así que empujé la puerta de una de las cabinas y entré. Me apoyé en las baldosas y me dejé llevar. Me entretuve contemplando el obsceno mural de pintadas que adornaba las paredes y pensé si merecía la pena llamar a una tal Elisa a la que, al parecer, le gustaba por detrás. Lo desestime.  Después, me subí la bragueta y antes de tirar de la cadena, mirando el interior de la taza de porcelana, recordé la harmónica de Slothrop (un guiño literario que no todos entenderán). Me reí con ganas al hacerlo. Dejé atrás a Pynchon y salí. Fuera, el estruendo de la música me sacudió  una bofetada y un par de tipos competían por los favores de alguna dama apoyados en el marco del baño.Tocaba historia aquella noche y aún no sabía cómo comenzar. 

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