sábado, 17 de marzo de 2012

Hell Awaits... In The Corner of Your Lips

A las 7 de la mañana, el sol que se trasparenta más allá de las cortinas, más allá de las montañas azules al oeste, del mar  que brilla en hebras salinas al otro lado de este fin de semana elongado, de las luces del alba, del tráfico, de la prisa y el paso presuroso y el pegote de maquillaje puesto deprisa, inunda la habitación del pequeño hotel.
   —Y si no fuera así…  —después calla, con los ojos perdidos en algún lugar tras mis ojos, con la sabana cubriendo sus rodillas y las manos recogidas en el regazo—. Si no te estuvieras muriendo. Si no fuese verdad… ¿Estarías aquí conmigo? ¿Ahora? ¿Algún día?
Yo me encojo de hombros. Me encojo y callo y enciendo un cigarrillo y se lo tiendo. Y la miro como si no fuese a verla de nuevo, como si esa mañana, la luz del sol que navega por el suelo de madera, camino de la cómoda que cruje y rechina al recibir su bendición luminosa fuese un paréntesis, un apéndice, indoloro y artificial. Un tentáculo, oscuro y yesoso de plástico que ha nacido en medio de esta historia.
Y ella, salta de la cama, y se sacude la pregunta que queda suspendida en sus labios dulces y embriagadores como dos pares de puntos suspensivos…  para rodar bajo la cama poco después. Y se viste despacio, se viste para mí, como si interpretara una sinfonía de piernas, zapatos de charol negro, codos, chaqueta de punto gris, manos, bragas, ombligo, sujetador de encaje rojo, espalda, medias de rejilla, cuello, y se recoge el cabello en una sencilla y nacarada coleta.
Después, sale del baño,  dejando atrás el sonido de la cisterna del retrete, y las baldosas empañadas, manchadas de humedad y salitre, se pone la alianza en su dedo anular, con la inscripción de su nombre y el de su bien amado marido y una fecha del mes de julio en que brillaba un sol como de oro y los invitados, pomposos y embutidos en sus trajes relucientes y esplendorosos reían y  deseaban bienaventuranzas a la feliz pareja, y que ahora brilla emitiendo un cegador resplandor dorado ante nuestros ojos reales y adúlteros.
Se inclina hacia mí, con la chaqueta en su brazo, y me besa en los labios y me dice que me llamará… y se va. Dejando en la estancia el olor dulzón y almibarado de un agua de colonia que compró en una tienda del aeropuerto.
Paso el resto de la mañana, encendiendo un cigarrillo tras otro, rellenando un cenicero de cristal con el logotipo del hotel en colores añil y oro que amenaza con desbordarse, desnudo, sobre la cama. Mirando al techo mientras la columna de humo se alza lenta, danzando con la corriente de aire que se cuela tras de los ventanales.


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