martes, 20 de marzo de 2012

Newtonian cop and the quantum killer.

Resumen de lo-no-particularmente publicado con anterioridad o el increíble pero alentador relato sin comienzo y presumiblemente sin final que existía como mero entretenimiento de un puente junto al mar: La policía encuentra un cadáver aupado en lo alto de una valla publicitaria.  
Cap. 2.

Decir que Vicky Vegas era guapa era como  tildar  al papa de católico o afirmar que el mar era azul. Un axioma trenzado de un montón de tópicos a cual más rebuscado. Una interminable ristra de manidos eufemismos en desuso en estos tiempos tan literales.  Pero lo cierto es que era guapa, tanto que, cómo un eclipse solar,  uno podía perder la vista si la miraba directamente.
Metro setenta y cinco de puro deseo embutido en un traje chaqueta azul marino. Diez centímetros de arrogancia engarzados en unos tacones sobre los que aposentar sus delicados pies. Sesenta kilogramos de desdén y una cierta actitud inmisericorde. Los ojos verdes, infinitos, su boca entreabierta, el cabello rojo, lanzando destellos irisados al cielo nocturno. De no ser ateo, el inspector Sallinger atribuiría su creación a algún dios orfebre obsesionado por plasmar la insondable belleza del cosmos en un cuerpo de mujer
¡Oh, sí! La señorita Vegas había vuelto y eso no podía significar nada bueno.
—Si me disculpa, Capitán —dijo Sallinger a la par que hacía un imperceptible gesto a la mujer para que la siguiera.
—Pero —se quejó el capitán Spector—, ¿qué coño te pasa, Sallinger? Te has quedado mirando en Babia como si hubieses visto un muerto, ¡coño!
El detective se alejó unos pasos dejando a Spector con la palabra en la boca y sin dar más explicaciones a su superior. Cuando juzgó estar a la distancia adecuada para no ser escuchado susurró en voz queda:
—¿Qué tripa se te ha roto, Vegas?
—¿Esa es manera de tratar a una vieja amiga? —se quejo Vicky fingiendo sentirse ofendida.
Sallinger le lanzó una mirada de pies a cabeza. Casi había olvidado lo condenadamente bonita que era. Agachó la cabeza con resignación y pensó en la primera vez que ella apareció en su vida.
Por aquel entonces él tenía casi once años. Un mocoso retraído que siempre caminaba encorvado y con la mirada perdida en el horizonte. Parco en palabras y taciturno, más dedicado a estudiar que a labores propias de su edad, sus padres comenzaban a pensar que tenía algún tipo de problema de tipo emocional que le incapacitaba para hacer nuevas amistades o trabar conversación con un desconocido. Pero, aparentemente, lo único que le acontecía al bueno de Sallinger era que sufría una devastadora timidez. Eso y que nunca tenía demasiado que decir. Las pocas palabras que salían de su boca no iban más allá de los monosílabos para demostrar su afinidad o aversión por ciertas cosas y alguna frase medianamente elaborada de vez en cuando. Esa parquedad le condenaba, inexorablemente a no relacionarse con prácticamente nadie. Así que, cuando el fantasma de Vicky se le apareció por vez primera y le habló, casi se orina encima. No era para menos. Uno no es visitado por el espíritu de una antigua bailarina de burlesque de los años veinte sin por lo menos hacer algún aspaviento. Pero, por extraño que pueda parecer, Vicky, o la señorita Vegas como él la llamaba siempre, resultaba, de algún retorcido y extraño modo, una presencia natural en su vida. Por alguna razón que el propio Sallinger desconocía incluso pasado el tiempo, Vicky era lo más parecido a un amigo que jamás había tenido. De igual modo, tampoco el hecho de qué sólo él pudiera ver a la encantadora Vicky ayudó en la vida social del niño. Así, las apariciones del fantasma se transformaron en parte de su existencia y le acompañaron desde entonces. No siempre de modo continuo, sino que en ocasiones, Vicky se ausentaba de su vida para regresar unos pocos meses después. Y unas cuantas décadas más tarde y tras una inesperada ausencia que ya duraba casi un año, allí estaba de nuevo. Frente a él. El espectro de la grácil y hermosa señorita Vegas.
—Ha pasado mucho tiempo. ¿Dónde has estado? —dijo Sallinger.
Vicky alzó sus cejas y una especie de interrogación quedó colgada de sus imperturbables pestañas. Suspiro antes de hablar.
—¡Oh, ya sabes, querido! Voy y vengo. La muerte ya es demasiado aburrida de por sí como para quedarse en el mismo sitio siempre.
Sus finos y delicados dedos se palmearon el abdomen. Al hacerlo, una nube de destellos plateados de falsa bisutería flotó en el ambiente. Sallinger posó sus ojos de modo inconsciente en el lugar donde, casi 80 años atrás, algún bastardo había encajado dos balas del calibre 9 en el delicioso cuerpo de la señorita Vegas. Dejándola desangrarse en un sucio callejón. Al menos, eso era lo que ella siempre decía para explicar cómo había cruzado a la tierra de los muertos.
—¿Y ya está? —bramó el detective—. ¿Desapareces durante casi un año y eso es lo único que se te ocurre decir?
Las voces llamaron la atención del capitán Spector quien  miró durante unos segundos con curiosidad desde la distancia. Temeroso de que se acercase a preguntar qué sucedía, Sallinger le lanzó un gesto tratanto de simular que no pasaba nada. Se arrepintió al instante de hacerlo.
—Perfecto —dijo el detective—, ahora, además de inútil creerá que se me va la cabeza y hablo solo.
—Querido —interrumpió sus pensamientos en voz alta Vicky—, no deberías preocuparte por lo que opine de ti ese inepto de Spector. Te lo he dicho siempre. Tú tienes un talento especial para estos asuntos. Él sólo es un poli alopécico e incompetente.
—Un poli que es mi superior y que no sé qué va a pensar al verme hablar sólo. Por lo menos podrías hacerte corpórea unos minutos para que el te viera y no creyera que estoy loco… como aquella vez.
La mujer sonrió maliciosamente, dio un paso en dirección a Sallinger y sus manos acariciaron con un gesto que se podría catalogar como tierno el rostro del detective. Obviamente, el detective no podía sentir realmente las manos de ella en sus mejillas, sólo era un ectoplasma, una nube de antimateria o vaya-usted-a-saber-que de forma antropomorfa, una probabilidad cuántica en algún punto indeterminado del espacio-tiempo, aún así, un escalofrío recorrió su columna vertebral.
—Si no me falla la memoria —dijo la señorita Vegas—, aquella vez me hice corpórea por otros asuntos que no tenían nada que ver con una investigación criminal y si tú no hubieras sido tan mojigato…
El policía cortó el rumbo que aquella conversación parecía tomar con un gesto resuelto. Ella se retiró unos pasos hacia atrás.  Sallinger  se  pasó la mano por el rostro y la dejó unos segundos así, ocultando sus facciones, cómo una pueril manera de alejar de su campo de visión a la mujer. Maldijo mentalmente la aparición de Vicky. Resignado, suspiró, entreabrió los dedos y por el hueco entre el mediano y el anular aparecieron sus ojos almendrados mirándola fijamente.
—De acuerdo, Vicky. Supongo que has venido a ayudarme en este asunto —lanzó una mirada a la valla publicitaria—. El Asesino Cuántico de nuevo, imagino.
Vicky asintió.
Sallinger lo supo nada más ver el cuerpo de su última víctima  incrustado en el anuncio de una marca de ron, justo en el espacio entre una mulata de generoso escote y un tipo con pintas de turista apocado. No había posibilidad de que nadie hubiera izado el cadáver hasta allí y mucho menos a plena luz del día. Aquella hipótesis sólo se la podía tragar alguien obtuso y corto cómo Spector. Tan sólo una curva de probabilidades que únicamente la azarosa mecánica cuántica podía resolver daba una explicación a todo aquello. Simplemente, el cadáver había aparecido allí por pura matemática. Como las veces anteriores.
Sallinger hizo mentalmente repaso de las ocasiones en que en el pasado se hubo topado con aquel psicópata y cómo una goma elástica, sus recuerdos retrocedieron en el tiempo. El primero se remontaba a 4 años atrás.
Por aquel entonces, él era un poli recién llegado a **** sin mucha experiencia y al que le tocaba lidiar con los asuntos que los demás no querían. Sí. A él le tocaba limpiar la mierda que los demás desechaban y aquel caso apestaba. Un chico de veinte años cuyo cuerpo apareció de improviso en el estanque de un parque del centro de la ciudad un domingo por la mañana. Así, literalmente a-pa-re-ció. Ninguna de las docenas de personas que frecuentaban la zona había visto a nadie depositar el cadáver en el estanque y la mayoría de los testigos, manifestando su propia incredulidad, aseguraban que la víctima había simplemente surgido como caído del cielo. La posterior autopsia reveló que el chico había muerto de un fuerte traumatismo, cómo si alguien le hubiese arrojado de gran altura sobre el estanque pero, obviamente eso era imposible. Ocho meses después, un atónito taxista atropellaba en la ronda de circunvalación a un hombre de mediana edad que apareció como por ensalmo en su carril. Pesé a llevar encima alguna copa de Soberano, el conductor parecía estar perfectamente y en su sano juicio y manifestó repetitivamente que la víctima había aparecido de la nada. Trece meses después una prostituta y su cliente se llevaban el susto de su vida cuando una mujer de cuarenta años con un serio problema de sobrepeso caía sobre el coche aparcado en un discreto descampado, dónde llevaban a cabo sus “negocios”. Además del cadáver, la ambulancia se llevó al cliente quien hubo de ser tratado de diversas heridas causadas por los dientes de la chica en su miembro. Dos casos más hacia  diez meses (justo cuando Vicky despareció) y seguidos por un intervalo de tan sólo dos días e igualmente  sorprendentes cerraban la lista, hasta esa noche.
En todos los casos, la policía se  había visto incapaz de dar una explicación plausible y ante la falta de un arma homicida, así como de un patrón de actuación, los expedientes habían sido cerrados. El azar a veces era un asesino implacable.
Pero  Sallinger  conocía la verdad que se ocultaba tras aquellas misteriosas muertes.
La propia Vicky se lo había revelado cierta tarde de un febrero semi-primaveral, cuando los almendros comenzaban a florecer antes de tiempo y una ligera brisa que traía olores del mar agitaba sus por entonces abundantes cabellos. Colifatto era un desconocido en el cuerpo. Un pobre detective recién llegado a la ciudad. Un número más en una interminable lista de Don Nadies,  al que sus superiores ninguneaban y tenía fama de extraño y taciturno. No hacía ni dos horas que el vehículo de la funeraria se había llevado al Fantasma del Parque, cómo la prensa había bautizado al desventurado chico caído en el estanque y Vicky se le acercó de improviso, conminándole a dar un paseo por el parque.
—¿Qué sabes sobre mecánica cuántica? —le había dicho Vicky a bocajarro.
Aquella no era precisamente el tipo de pregunta que sueles esperar del espectro de una bailarina de burlesque que lleva 80 años muerta, y tras el preceptivo encogimiento de hombros,  Sallinger  respondió sin estar muy seguro de adónde iba aquella conversación ni si estaba convencido de querer saberlo.
—Sé —dijo—, que es una cosa que suena increíblemente pedante. Uno de esos temas que sólo sacas a colación si quieres tirarte el pegote con alguna chica.
Vicky sonrió.
Veinte minutos después y tras una apresurada y seguramente poco aprovechada charla sobre el tema, a  Sallinger  la cabeza le rebosaba de gatos encerrados en cajas, ondas, partículas, quarks, gluones, neutrinos,  y algo acerca de posibilidades y curvas de acierto que no alcanzaba ni siquiera a comenzar a entender. Pero, además de reafirmarse en su por otra parte consabida inutilidad para entender nada que no estuviese bajo sus narices,  había sacado un par de cosas en claro.
En primer lugar que una ecuación le resultaba tan condenadamente ajena y poco entendible como el arameo. Y en segundo lugar, y mucho más importante, que alguien utilizaba ciertas y poco entendibles habilidades que tenían que ver con determinados aspectos que sonaban a magia,  le permitían saltar en el tiempo-espacio como si fuera el sofá de su casa, y se había dedicado a asesinar gente durante casi 70 años, sin ser atrapado nunca.
Aquella revelación habría sido tomada por el detective como un delirio o una simple elucubración de una mente enferma. Pero, siendo honestos, el que te lo diga alguien que lleva más de 80 años muerto, es sin duda un punto a tener en cuenta para dudar de la realidad y atribuirle, como mínimo, cierta credibilidad. De cualquier modo, cómo se vio en los meses posteriores, los muertos que el asesino cuántico iba dejando por la ciudad eran reales y  Sallinger no pudo, por mucho que su sentido común lo deseara, ignorarlos. Además, tampoco es que los crímenes le ignoraran a él. Los destinos de la señorita Vegas, el recientemente bautizado como asesino cuántico y el suyo mismo quedaron unidos a partir de entonces.
Cada vez que el asesino actuaba, la ley de probabilidades daba un sorprendente giro y el caso acababa de algún u otro modo siendo encargado a Sallinger. El detective, quien ni siquiera saberlo, era un firme defensor de la mecánica newtoniana, y por lo tanto le tocaba un poco los cojones tanta probabilidad y función de onda, comenzó a verse inmerso en aquellos crímenes que desafiaban la lógica y el sentido común. Uno tras otro, los escenarios de los crímenes se convirtieron en un espacio más de su ya de por sí atribulada vida. Y entre muerte misteriosa y muerte misteriosa,  Sallinger fue ganándose una inmerecida fama de reputado detective gracias a otros casos. Inmerecida porque en honor a la verdad, era a la ayuda de la señorita Vegas a quien había que atribuir aquel mérito.
Cómo un pacto tácito y nunca expresado en palabras, el espectro de Vicky le acompañaba en sus investigaciones desde que ingresará en el cuerpo. Le guiaba hasta pistas que ni el policía más avispado habría sido capaz de imaginar, le aportaba una perspectiva diferente de cada muerte, de cada asesinato y eso, unido a la inquebrantable  confianza en la concatenación de la causa y efecto y la fe en un sistema metódico y disciplinado por parte del policía, les convertía en una pareja brillante.
Por supuesto,  Sallinger no podía hablar a nadie de Vicky. Ni de ella, ni del fantasmagórico asesino que se había convertido en su némesis. Eso habría supuesto, como mínimo, unas cuantas visitas al psicólogo del departamento y  generar más dudas de las que su obsesiva-compulsiva manera de ser ya despertaba. No.  Sallinger no estaba dispuesto a que se cuestionara su capacidad mental. Y, por mucho que en ocasiones algunos compañeros juraran que le veían frecuentemente manteniendo conversaciones consigo mismo o se quedara mirando a Babia en la escena de un crimen, consiguió pasar por un trasnochado y estrambótico policía con un estilo peculiar pero jodidamente efectivo en su trabajo y no por un loco que aseguraba trabajar con una muerta como ayudante. Y si bien no despertaba demasiadas simpatías entre sus compañeros, tampoco es que le odiaran con vehemencia.  Bueno, no sé puede tener todo en la vida.
Las palabras de Spector le sacaron de su ensimismamiento.
—¿Y bien? —inquirió el capitán—. ¿Llevas el caso o te voy buscando un destino más acorde a tu sensibilidad?
Sallinger expulsó todo el aire que tenía en los pulmones antes de responder.
—Yo me ocuparé de ello —dijo con tono resignado.
Vicky le lanzó una mirada de aprobación mientras el capitán se alejaba con grandes zancadas de la escena.
El detective sacó su teléfono móvil y busco en la agenda el número de la única persona que aparte de Vicky y él mismo conocía la existencia del asesino cuántico: el profesor de física teoría Benjamín Tenebrox. 
 © 2009 -2012 Óscar Soto y Shampo Publishers, TK. 

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